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El Escape, La Nostalgia y La Muerte en Las Crónicas Marcianas

Escrito por Carlos Espinosa el . Posteado en LITERATURA

Poco queda que no se haya dicho sobre la obra de Ray Bradbury, uno de los autores americanos más aclamados dentro del género de la ciencia ficción, a quien en su juventud Aldous Huxley le hizo saber que sus libros eran auténtica poesía, no sólo por la nitidez y belleza de las imágenes que crea su pluma, sino por la creatividad y sentido de invención con los que aborda sus temáticas. La obra más célebre de Bradbury, Farenheit 451, cuenta la historia de Guy Montag, un bombero que vive en un mundo futurista y distópico, en el que los bomberos ya no apagan incendios, sino que los crean con el propósito de acabar con los libros y con todo aquello que pueda cimentar los peldaños de la cultura y la creatividad del ser humano. Pero la que es, al parecer de muchos, su obra más monumental, son las Crónicas Marcianas, una serie de cuentos presentados en orden cronológico que narran la llegada de los seres humanos a un planeta Marte idealizado y colmado de belleza y misticismo, que representa de manera más integral que cualquier otro de sus libros el estilo de escritura vívido e ingenioso de Bradbury.
 
Hoy en día, la fascinación por este planeta, al que los humanos tenemos una posibilidad cada vez más cercana de visitar y colonizar, sigue perfectamente vigente. Su cercanía nos despierta una excitación que sólo se encuentra en aquellas fantasías que mantienen un pie en el mundo de las posibilidades. La misma que sólo es capaz de despertar la ciencia ficción dentro de las ficciones de género de la literatura fantástica.
 
Pero, a diferencia del Marte que retrata Ray Bradbury, cubierto de vegetación brillante y ríos multicolores, y habitado por seres ancestrales y elevados que se comunican por telepatía, el Marte del mundo de la no ficción, que sin duda algún día los seres humanos pisaremos, parece no ser más que un gran desierto rojo y frío. Lo sabemos por las noticias recurrentes de las tecnologías que desarrollan la NASA y otras organizaciones, que ya no nos permiten solamente teorizar sobre la condición del planeta, sino verla por nosotros mismos a través de cámaras y otros instrumentos.Las imágenes estériles que capturan esas cámaras nos recuerdan que, en exceso, esa misma cercanía de lo posible que alimenta el deseo despoja los nuevos lugares de su misterio y los trae al plano de lo intrascendente y cotidiano. Y uno de los temas centrales de las Crónicas Marcianas es la muerte de aquel misticismo que caracteriza a los nuevos mundos.Del mismo modo mueren el misticismo y el deseo con la rutina en las Crónicas Marcianas, que retratan a la humanidad hasta después de décadas de haber pisado Marte. Luego de que los ríos de colores se vaciaran y las ciudades marcianas terminaran siendo poco más que ruinas para la vista de turistas desdeñosos, el planeta estuvo plagado de las mismas pálidas ciudades humanas, las mismas normas y convenciones, y los mismos afanes de consumo y tendencias destructivas de las que la gente quiso escapar en la Tierra.
 
Al reproducir de nuevo todas sus falencias y neurosis en marte y convertirlas en rutina, los humanos empezaron a añorar los viejos días, a pensar en cómo estarían los familiares y amigos que dejaron en la tierra, en sus viejas comunidades y ciudades y su antiguo estilo de vida. Y el día que vieron en el cielo de Marte a la Tierra, que se veía como una estrella verde y diminuta, estallar, y oyeron la noticia de una guerra nuclear en ella, decidieron regresar.La futilidad del escape y el eterno retorno se hace plenamente visible en el último de los cuentos de las crónicas marcianas, que cuenta la historia de una familia que utilizó un cohete para escapar hacia un Marte desolado, durante la guerra nuclear que hizo a los humanos de Marte regresar a la Tierra. El padre, que había engañado a sus hijos diciéndoles que irían de vacaciones, los animó en su soledad con la idea absurda de que tendrían todo un planeta para ellos solos. Al final, la familia se sienta frente a una hoguera a quemar documentos del pasado y pensar en las reglas que ahora regirán el planeta del que son dueños, retratando el reinicio constante de los ciclos de los que los seres humanos seremos prisioneros, sin importar dónde nos hallemos y qué reglas nos rijan, mientras sigamos siendo incapaces de mirar adentro de nosotros mismos. https://imagessl0.casadellibro.com/a/l/t7/40/9788445006740.jpg En el mundo de la no ficción, tenemos noticias recurrentes de pequeños robots, carritos y satélites construidos por el humano, que llegan al frío desierto rojo de marte. Tenemos también noticias constantes de empresas colonizadoras creadas por billonarios para que, más temprano que tarde, los propios seres humanos podamos llegar al planeta y crear nuevas reglas y sociedades sin la constricción de los estados, las leyes y convenciones que rigen la tierra. Pero los avances en el pensamiento rara vez son noticia, y menos aún lo son los avances del espíritu humano, poco tangible, y difícil de definir y medir. Sin ellos, no obstante, la empresa colonizadora de otros mundos resultará tan inútil para el ser humano como lo es para un individuo moverse constantemente de barrio, ciudad, país y trabajo, sin una introspección que le permita saber siquiera de qué intenta escapar.
  Algún día llegaremos a marte escapando de las guerras, la destrucción del medio ambiente, las tensiones políticas y el odio, como si ingenuamente pensáramos que esos mismos problemas, o unos incluso peores, no emergerán allá. Emergerán por la misma razón por la que emergen acá en la tierra, porque quisimos siempre construir monumentos y explorar nuevos mundos sin antes haber construido nuestro propio espíritu y explorado nuestro propio ser. Porque al construir monumentos, tecnologías y aparatos para, supuestamente, ir a un lugar mejor, no tenemos claro el lugar del que partimos ni nos importa del todo el lugar al que vamos, y no empezamos por ver lo que existe y lo que falta a nuestro interior.

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