PRÓLOGO
Una gota de sudor nació en la sien de la mujer y descendió lentamente por la delicada línea de su mandíbula hasta la barbilla, donde se unió a una compañera y cayó sobre la pechera del uniforme. La mancha de humedad apenas creció.
La nave se desplazaba a velocidad sub¬lumínica mientras rastreaba el espacio con el transradar. Parecía que la suerte les había sonreído por una vez. Nada indicaba que les siguieran el rastro.
La mujer se levantó del asiento del piloto, cruzó la sala de mando y se dirigió al recinto de congeladores a través del pasillo central. Se sentía sorprendentemente en calma y la alivió respirar el aire algo más limpio del pasillo.
En el recinto de congeladores, o cubiteras como ellos las solían llamar, el caos era casi total y el aire volvía a estar contaminado. El incendio causado por el combate había arrasado la zona de rehabilitación y casi todas las unidades de animación suspendida. Parecía como si los impactos hubieran sido realizados con un fin concreto… Quizá esa era la razón por la que les había dejado atrás.
Se dirigió a las dos únicas unidades que permanecían en funcionamiento. El rostro del hombre permanecía sereno y tranquilo al otro lado del cristal. Tenía una protección sobre el lado izquierdo del rostro y un muñón por encima del codo derecho. Apenas doce días atrás, había recibido en la cara el roce del disparo que le seccionó el brazo con el que trataba de cubrirse. El calor del haz de energía había cauterizado la herida y curaba bien, pero la región donde antes tenía el ojo se infectó y le había dado problemas. Por suerte, para cuando despertara, sus heridas habrían cicatrizado.
Se limpió inconscientemente una lágrima y miró al niño que reposaba en el habitáculo de al lado. Tenía siete años y era más joven que la guerra. No conocía otra forma de vida. Era uno más en la misma situación que tantos y tantos otros, en tantos y tantos sistemas. Esperaba que en Arweg fuera diferente para él. Aunque eso ella no lo vería. Dos para tres no era suficiente.
Apartó el pensamiento de su mente. Se besó la yema de los dedos, rozó con ellos el cristal que protegía el sueño de su hijo y giró sobre sus pies para volver a la sala de mando. Los impactos afectaron al sistema de salto del vehículo, lo que hacía imposible emplear la navegación instantánea con precisión. Había arriesgado tres saltos a través del espacio interestelar para acercarse lo suficiente al sistema de destino. El programa guía se mantenía operativo, por lo que, si el planeta estaba donde indicaban las coordenadas de contrabando, conseguirían llegar a Arweg en unos siete meses. Sin control preciso de salto no podría acercarse más al planeta en mil intentos, y antes se quedaría sin energía, o aparecería demasiado cerca de su sol. El problema era que, sin animación suspendida, ella no contaba con recursos para sobrevivir más de cien días...
Miró hacia el exterior a través del panel frontal. Las estrellas devolvían su mirada con frialdad, ajenas a sus problemas, ocupadas como estaban en consumirse hasta su propia destrucción. Ya no las veía con fascinación ni romanticismo. Sólo sentía cansancio.
Se peinó su pelo moreno hacia atrás con los dedos y lo recogió en una coleta baja con una goma. Suspirando, desvió la atención de la ventana y se acercó al asiento del navegador mientras se secaba el sudor de la barbilla con la manga en un gesto inconsciente. En la mesa de cálculo había un cuaderno de papel. Lo tomó y pasó las hojas manuscritas hasta llegar a la última. Releyó el párrafo del final, cogió el ter¬mo¬lá¬piz, ajustó el grosor de trazo para escritura y siguió con su tarea. Tenía mucho que escribir y contaba con el resto de su vida para hacerlo.
Pero tendría que darse prisa.
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