Capítulo 4

Al abrigo de la solana en una tienda del bazar, Rahijá Fajir examinó el tubo de cuero vacío que la hija pequeña de su viejo amigo le había traído.

—Recuerdo muy bien el día en que le vendió esto a mi padre en Mervitia, noble Fajir, - Feraya se arrodilló a la mesa frente al mercader y rechazó el té de la mañana ofrecido por una sirvienta. —Fue durante la feria del mes de Hircún de hace seis años. Esto es lo único que encontramos anoche en la carroza tras el ataque.

El anciano de larga barba blanca dejó el objeto sobre la mesa y despidió a la sirvienta con un gesto gruñón antes de mirar con pesar a la joven frente a él: —También yo recuerdo ese día.

—¿Sabe que contenía, noble señor?

—Sí. ¿Dices que no hallaron nada más junto a esto? - Dio un golpe con un dedo al tubo ante él.

—No. Yo misma examiné la carroza. Derrumbaron la puerta por alguna razón, pero no se llevaron nada.

El mercader sopesó las palabras de la joven y cerró los ojos durante un rato antes de hablar: —Este asunto debe quedar entre nosotros dos, - abrió los ojos y Feraya vio en esa mirada no la de un anciano mercader que regateaba un trato, sino la de un padre que le explicaba una nueva norma importante a su hija. —No puedes contarle a nadie lo que voy a decirte, ¿entiendes?.

—Sí, señor, - Feraya acompañó las palabras con un determinado asentimiento.

—Ni siquiera a tus hermanas, - presionó el anciano.

—Ni siquiera a mis hermanas, - asintió ella de nuevo.

Rahijá estudió la expresión de Feraya y juntó las manos sobre la mesa frente a él: —En la península que separa el mar interior del territorio cratano moran pueblos impuros y salvajes. El libro sagrado de Ibín Dazi los nombra como vetones, carpetanos, ingataris, oretanos, contestanos, caristios, jacetones, gátibros, llercavones y vúrgolos. No hay en todo oriente raza que iguale en crueldad, vileza y maldad a estas gentes de despreciables costumbres. Se dice que los oretanos se comen a sus propios vástagos en ofrenda a su dios de la guerra; y los vúrgolos maldicen a sus enemigos invasores con una ponzoña que se llevan estos últimos a sus ciudades de origen y pudren los pozos en los que beben; y los gátibros aparean madres con hijos en otoño para alumbrar monstruos durante la impía ceremonia estival de sus dioses demonio; y los caristios y los llercavones sienten tal odio por la naturaleza que marchitan los bosques y prados en los que pasan la noche.

Feraya escuchó con horror estas revelaciones, pero había oído no pocos relatos horribles durante sus largas partidas con su padre, y así lo dijo: —Sé que hay muchos peligros en las rutas de las caravanas.

—Feraya, todos estos pueblos se odian entre sí y apenas se toleran; y cuando uno encuentra a extranjero en su camino, no es menester que medie palabra para que cante el hierro en el aire y vierta la sangre del otro en la tierra. Y el vencedor mutila al muerto y se adorna las ropas con el despojo. Pero es tan semejante la maldad que anida en... dudo incluso en llamarlo almas, los oscuros pozos de todas esas gentes que no hay pueblo que pueda destruir por completo a otro, y así viven, matando, muriendo y procreando sin posibilidad ni afán de prosperar, pues están consumidos por el odio y los mandatos de sus malignos dioses.

—Como ocurrió con los luganos, - dijo ella sin pensar. —Por eso nuestros antepasados los expulsaron y les arrebataron sus tierras. Pero ¿qué tiene eso que ver con lo que le vendió a padre?

El sabio mercader miró a Feraya y movió dubitativos labios, pero no salieron palabras de estos. Bajó la vista hacia las manos y comenzó a explorarse las yemas de los arrugados dedos.

Feraya quedó en silencio durante ese intrigante intervalo de varios segundos.

Rahijá encontró decisión y habló sin levantar la vista. Feraya detectó en la voz que el viejo amigo de su padre estaba trasmitiendo al mismo tiempo una disculpa: —Tienes que entender que muchos dioses de estos pueblos son tan antiguos como el tiempo y, aunque son aberraciones a los ojos de cualquier Dios cuerdo y bondadoso, tu padre y yo sabíamos que el poder que estos dioses demonio conceden a sus bárbaros no es menos poderoso que el de nuestros dioses.

—Sabio y noble Rahijá Fajir. ¿Quién soy yo para juzgar? ¿Vendió a mi padre algo relacionado con esos dioses demonio?

—Un pacto, - Rahijá miró a Feraya a los ojos. —Solo como defensa, como último recurso. Tu padre debió de haber enfrentado anoche un peligro terrible.

Feraya quedó helada por la última frase. Ni siquiera fue consciente de las lágrimas de espanto que empezaban a acumularse en sus ojos. El sabio mercader le entregó un pañuelo con la pluma de la diosa Gayena bordada y ella lo tomó sin saber qué hacer con él hasta que se le enturbió la vista. Se secó las lágrimas y respiró hondo sacudiendo la cabeza, mirando al techo de lonas multicolor para recuperar compostura y dignidad.

—Eres como ella, - dijo el anciano con una sonrisa.

Feraya parpadeó ante el extraño comentario.

—Como tu madre, - continuó el mercader; —Yo se la vendí a tu padre, ¿lo sabías? Él la liberó y la hizo su esposa.

Feraya negó con la cabeza y aspiró el aire que llegaba desde el mercado, lleno de aroma de especias expuestas: —No llegué a conocerla. Me crió padre y Vone, la madre de Larima. Mi madre murió poco después de mi nacimiento.

El anciano cerró los ojos y asintió lentamente con gran pesar.

—¿Está muerto mi padre también?

Rahijá respondió con horror: —¿Qué? ¡No, por supuesto que no!

Feraya suspiró y gruñó de alivio, dejando caer la cabeza y olvidando por un instante modales y etiqueta. Consciente de esta informalidad, más propia de una niña que de una mujer, recuperó la compostura llena de vergüenza. Cuando miró de nuevo al viejo amigo de su padre, Rahijá la recompensó juntando las manos y haciendo una leve inclinación con estas, el gesto de respeto que todo invitado mervitio mostraba antes de entrar en la casa del anfitrión.

Feraya sonrió tranquila, sabiendo ahora que podía comportarse como si estuviera en su propia casa.

—No sé dónde está tu padre, Feraya. Tampoco sé quién o qué lo atacó, pero confía en el viejo Rahijá. Lo encontraremos y resolveremos esto aunque tenga que enviar despachos hasta el confín de este mundo o del... aquí se selló los labios con los dedos por prudencia y dio unos golpecitos en la mesa con las palmas. —Si vuelve a casa o envía algún mensaje házmelo saber.

Se giró hacia una mesita junto a su cojín y tocó una campanilla. La sirvienta entró en la tienda y quedó esperando órdenes.

Rahijá se dirigió a la sirvienta en dialecto mervitio, aunque Feraya entendió cada palabra: —Llama al gandul de Irajín y dile que prepare una escolta de cuatro Guinyaidines para nuestra invitada.

La sirvienta asintió y se retiró en silencio.

Feraya estaba abrumada por la atención: —Pero ¿Guinyaidines, señor? No creo ser...

Rahijá la interrumpió con un gesto que no invitaba a discusión sobre tal asunto: —Ah ah ah, dormiré mucho más tranquilo si te los llevas que teniéndolos aquí aburriendo a las ovejas.

—Pero ¿qué voy a hacer con ellos?

—En eso no puedo ayudarte. Yo tengo el mismo problema, - dijo levantándose y, luego, como repentina ocurrencia añadió: —Llévatelos al enclave fronterizo. Todas las noticias que llegan a Cratón pasan antes por allí. Puede que allí descubras algo relacionado con lo que le ocurrió a tu padre.

[Fin cap. 4]