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  1. #1
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    Respuesta: El Portal de Lugh (Espada y Brujería)

    Capítulo 9

    Una larga oruga de polvo reptaba tras la extensa caravana de esclavos que atravesaba el cañón del Paso de Gayena. En lo alto, el sol estival cocía el amplio valle desértico que separaba las dos altas cadenas de pizarra, caliza y granito. El cielo lucía su domo de azules y turquesas con un calor inclemente, seco como el aliento de una fragua. Grandes ruedas de madera y hierro cantaban su estridente marcha para deleite de las líticas resonancias del cañón.

    En el reino de la exigua sombra del mediodía, alacranes espinados observaban con indiferencia el moroso tranco de bueyes, carretas y jinetes. Las víboras cornudas se enroscaban entre las rocas y escrutaban el aire con sus bífidos flagelos. Roedores huían del ojo de milanos, azores y otros monarcas de los vientos.

    Y en el reino de la vigilia, Maveria despertaba de un mágico trance.

    Tendida sobre el lado izquierdo, con un brazo flexionado como única almohada, abrió a medias los ojos al luminoso esplendor cobrizo de las paredes del cañón. Tras los postes de su prisión rodante, un paisaje familiar la saludaba, agreste, salvaje. El sentir del aire era el del polvo y las piedras, sereno y sosegador. Máver volvió a cerrar los ojos, respiró soñolienta y, con ausente pereza, recogió las piernas hacia el cuerpo.

    Ese inocente movimiento la alertó al instante de su anatomía. Abrió los ojos de golpe y bajó la vista hacia las sucias rodilleras manchadas de tierra seca de sus pantalones.

    Estiró despacio una pierna y esta obedeció sin queja. Hizo lo mismo con la otra con igual éxito. Escuchó su cuerpo y ningún dolor gritó su protesta. Se aventuró a incorporar el torso, despacio despacio, y apoyó la espalda en los postes. El excruciante dolor de la herida envenenada era ahora un leve entumecimiento, como el recuerdo de una contusión, solo perceptible si forzaba mucho el músculo. Se levantó la camisa y miró el corte, pero no lo halló, bajo la cura de hojas de madremora encontró piel intacta. Solo una fina y desvaída línea verdeazulada contaba la historia de la ferreña profanación.

    El viejo había obrado un milagro.

    ¡El viejo! ¿Dónde estaba?

    Máver observó el gran espacio que compartía con otras once personas: nueve hombres y dos mujeres. Las dos mujeres miraban al exterior agarradas a los postes. Parecían buscar a alguien en las otras carretas por delante y detrás, pues emitían de vez en cuando agudos gemidos, como maullidos de gato, y quedaban en silencio en espera de una respuesta. De las otras carretas llegaban gemidos similares como futiles trinos de aves cautivas. Por su aspecto, una de las dos mujeres parecía haber visto tantas estaciones como Maveria, la otra podría ser su madre. Eran bajitas y delgadas. Vestían togas de cortas mangas y velos típicos de los muchos pueblos menguetes del norte.

    En cuanto a los hombres en su carreta, eran todos "ratoneros", gente sin raíces que sobrevivía en los desiertos muy al norte del enclave, por tanto, o bien eran monteros o tramperos o bandidos. Llevaban más tiempo que nadie en la carreta y ya parecían pastores de tan ajadas que tenían las ropas. Los ocho se habían separado en dos grupos, como debía de ser su costumbre en su reciente vida de esclavo enjaulado. En un grupo se hallaba Coyén, el más veterano y con quien Maveria había hablado poco después de haber sido capturada y antes de la traidora puñalada de un guardia borracho. Ese ratonero dirigía a los demás en el plan de fuga y estaba sentado en cerrado círculo con otros cinco, todos de espaldas al paisaje, cerca del centro de la carreta. Los dos restantes vigilaban paseando por el perímetro y avisaban si se acercaba algún guardia.

    Cuando Maveria vio al viejo sentado y chismorreando con Coyén, sintió mucho más ligera el alma. Ese anciano no solo le había salvado la vida, le había devuelto sus facultades y fuerzas mediante algún arte arcano que multiplicaba por cien los efectos de remedios tan básicos como las hojas de madremora y la esencia de ambidástar.

    Y ella ni siquiera sabía su nombre.

    Coyén respondió algo al oído del viejo y ambos dieron una muda y discreta carcajada, bajando la cabeza. Los demás en el círculo se sonrieron, concentrados en la furtiva tarea que tenían entre manos.

    Máver no había oído las palabras ni entendido el contexto, pero sonrió de todos modos sin saber por qué. El viejo parecía feliz. Pero no era eso, más bien parecía contagiar felicidad y padecer su propia plaga. En ese momento no parecía un Consejero del hemiciclo de Cratón, parecía un ratonero disfrazado de noble mervitio, como si hubiese nacido en el mismo desierto y recorrido las mismas sendas que aquellos hombres. Era delgado y alto, más alto que Coyén y más que ella misma incluso. Y allí sentado mantenía la espalda recta, los hombros relajados. Lo único que delataba su avanzada edad era su voz rasgada y grave, su cabeza calva y la pálida piel arrugada. Tenía ojos vivos y atentos, como si viese en todo una historia velada para el resto de la gente.

    Mientras ella le observaba, el viejo alzó una mirada causal y se encontró con la suya. Abrió entonces la boca en una O de sorpresa y avisó al grupo de que iba a abandonar el círculo. Los hombres se movieron para cerrar el espacio vacante y el viejo se acercó a ella.

    Se sentó delante de ella con las piernas flexionadas. Maveria necesitaba hablar primero: —No sé cómo lo has hecho, pero gracias. Te debo la vida.

    —Y yo te deberé a ti la mía, - dijo el viejo mientras le levantaba la esquina derecha de la camisa y examinaba la herida, —Te necesitaré para escapar de esta, - bajó la tela y la miró con un brillo en los ojos: —Parece que es cierto lo que dicen de ti.

    Máver no entendió el comentario—¿Quién dice qué sobre mí?

    —Esos de ahí, - señaló con la cabeza hacia los hombres del círculo, —te han visto muchas veces acechando las tribus y moviéndote por el territorio. Te llaman Mateyenda, la protegida por el espíritu del puma.

    —Viva la numeración, entonces, - dijo ella con una breve sonrisa, luego dijo seria. —Aún no sé tu nombre.

    El anciano fingió decepción, —Oh, ¿de verdad es necesario? Me estaba acostumbrando a que me llamaras viejo.

    Ella se sonrojó y espetó una disculpa: —Oye, no lo digo a mal, solo es mi forma de hablar. No lo interpre...

    —Merguíades Tahik, - interrumpió Merg con un susurro. —Ese es mi nombre. Pero creo que «viejo» es más conveniente, dadas las circunstancias.

    —Entiendo lo que quieres decir. ¿Sobre qué cotorreabas con esos ratoneros?

    —Mira detrás de ti.

    Ella giró discretamente la cabeza hacia un lado. Desde la retaguardia de la caravana llegaba un grupo de seis jinetes, caristios y llercavones. Los dos bárbaros caristios montaban grandes saurios de correosa piel jaspeada. Esas monturas no eran tan veloces como los caballos, pero eran mucho más resistentes en los desiertos y podían trepar rápido por las laderas de roca. Tenían mucho vigor bajo el calor del sol, pero eran lentos y torpes durante la noche. Aunque, a diferencia de los caballos, los saurios eran carnívoros y no se espantaban fácilmente en un campo de batalla.

    Maveria evaluó al grupo, que aún distaba unas diez carretas de ellos: —Cuatro lanceros a caballo. El del saurio en cabeza es un capitán. El otro puede que sea un chamán o un curandero. Los dos caristios escoltan a esos cuatro mensajeros.

    —No son mensajeros, - Merg miraba hacia el grupo también, —Hace solo un año esos bárbaros se masacraban entre ellos. Ahora sirven a un mismo cacique. Los he estado observando toda la mañana. Solo son guardias contando carretas y esclavos.

    Ella habló sin apartar la vista del grupo, más para sí misma que para el viejo: —Si me hiciera con uno de esos saurios ahora mismo, podría llegar al punto de encuentro antes de que cayese la noche.

    Merg la miró y ella giró la cabeza hacia él al notar la mano derecha del viejo sobre su hombro: —Eso es exactamente de lo que estábamos hablando, - dijo Merg. —El plan es este: nosotros los distraemos y tú escapas en uno de esos saurios.

    —Un buen plan, - dijo ella. —Pero ¿qué hay de ti? Pensé que tenía que ayudarte a salir de esta.

    —Y lo harás. Si llegas a ese campamento, envía un menaje a mi amigo Rahijá Fajir en Cratón. Dile que me has visto en una caravana de esclavos camino al enclave.

    —¿Cómo va ayudarte tu amigo, viejo? - dijo Maveria nerviosa. —Serás pasto de saurio o te venderán en un mercado antes de llegar al enclave. ¿Es que ese Rahijá también es mago como tú?

    —¡Oh, nada de eso! - Merg sonrió. —Él es mucho mejor mago que yo.

    [Fin de cap. 9]
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  2. #2
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    Respuesta: El Portal de Lugh (Espada y Brujería)

    Capítulo 10

    El agujero en la carreta era un circulo tosco y estrecho. Los ratoneros habían roído con cuchillos la gruesa madera, pero el hueco tenía forma de cono, se angostaba hacia el suelo de tierra.

    Maveria estaba sentada entre ellos y observaba la obra que tenía entre las piernas: —Aún es demasiado estrecho.

    —Baja deprisa, - dijo Coyén frente a ella. —Se acercan.

    Metió las piernas en el hueco y quedó sentada en el borde. Las botas quedaron colgando a distancia de un salto del suelo. Los dos ratoneros a su lado le sujetaron los brazos por las axilas.

    Merg vigilaba junto a los barrotes. —Están a tres carretas, - indicó nervioso el viejo. —Bajadla ya.

    —Allá voy, - Máver deslizó la pelvis hacia el hueco y levantó los brazos a ambos lados de la cabeza. Quedó sujeta en el aire por los dos ratoneros. Con el suelo de la carreta ahora bajo el pecho, los ratoneros comenzaron a bajarla. —Más despacio, - protestó ella, —me estoy clavando las astillas.

    —Dos carretas, - indicó Merg.

    Con los saurios en cabeza, las patrullas cabalgaban despacio a ambos lados de la caravana en filas de tres y se detenían brevemente para inspeccionar a los prisioneros y comentar sobre la mercancía.

    Máver tenía ahora medio cuerpo colgando en el aire y la barbilla a nivel del suelo de madera. Sentía presión en el plexo solar y no podía respirar: —Estoy... atorada. Subidme. ¡Arriba!

    Los ratoneros le tiraron de los brazos. —No no, - les reprendió Coyén. —Ella pasará.

    —Daos prisa, - urgió Merg.

    —Me estoy ahogando, - el rostro de Máver empezaba a ponerse rojo. —Es el peto. Quitadme el peto.

    Coyén sacó el cuchillo y asintió hacia los dos hombres. Los dos ratoneros tiraron de los brazos para subir despacio a Máver, pero el cuerpo de la trilladora no ascendía.

    —Una carreta, - avisó Merg. Se giró hacia las dos mujeres menguetes encerradas con ellos e hizo una seña.

    Ellas asintieron, colocaron las caras entre los barrotes y se llenaron los pulmones de aire. Lo soltaron emitiendo un potente y rápido chillido gutural, agudo como el canto de un águila real y modulado en tres notas. Este grito resonó por el cañón hasta leguas de distancia. De las demás carretas surgió entonces un griterío ensordecedor. Cientos de hombres y mujeres menguetes empezaron a emitir largos alaridos y aullidos con una furia salvaje. El cañón se inundó de un clamor de ira que hizo temblar las piedras y levantó al cielo una nube de aves.

    En un instante, los caballos de la guardia junto a la gente entraron en pánico y salieron al galope hacia todas direcciones. Algunos guardias, aturdidos por la sorpresa, no acertaron a asirse a las riendas y dieron con sus huesos en el suelo. Otros menos afortunados también fueron arrastrados por la tierra a causa de un traicionero estribo aferrado a una bota.

    Al ver esto, las otras gentes en las caravanas sumaron sus voces a la horda de gritos menguetes y el vocerío fue tomando proporciones épicas. El cañón devino en el linchamiento de un tirano, en un coliseo de gladiadores, en un ejército cargando por el campo de batalla.

    Con ayuda del resto de ratoneros, lograron izar el torso de la angustiada trilladora y Coyén comenzó a cortar las correas laterales que ceñían por ojales alternos la mitad delantera y trasera del peto de cuero.

    Máver, con el cuerpo colgando como un chorizo, respiró aliviada una bocanada de aire y observó el caótico jaleo a su alrededor. Merg también observaba, agarrado a los barrotes y con grandes ojos incrédulos, lo que estaba sucediendo.

    Los saurios estaban respondiendo violentamente a la amenaza. A lo largo de la caravana, docenas de ellos estaban atacando las carretas que encontraban más cerca o creían más peligrosas. Embestían los barrotes con los cuernos y los partían, mordían las ruedas, otros saltaban sobre los aterrorizados bueyes que, atrapados en los yugos, luchaban por emprender una huida imposible tirando de las carretas.

    Las carretas mismas, jaladas por los bueyes en estampida, iniciaban la fuga en todas direcciones. Guardias a pie corrían tras ellas intentando alcanzar y calmar a las bestias.

    Una ágiles manos le arrancaron el peto y Maveria urgió a gritos a los ratoneros, —¡Abajo! ¡Rápido!

    La trilladora soltó todo el aire del cuerpo y los hombres retomaron el descenso. Su carreta estaba ahora ganando velocidad. Esta vez no notó las astillas al caer por el hueco. Cuando sacó la cabeza, miró hacia arriba y pidió que la soltaran.

    Cayó al suelo y rodó por la tierra en una confusa sombra de polvo. La carreta pronto pasó por encima y Maveria se levantó, cuchillo en mano. El viejo le había regalado su puñal de acero acasio.

    El paisaje que vio no era el previsto.

    La caravana ya no era tal. Había decenas de carretas orientadas al azar y se alejaban con rapidez unas de otras, dando grandes bandazos. El griterío estaba perdiendo fuerza a medida que los prisioneros decidían invertir sus fuerzas en sujetarse a alguna parte. Algunas carretas habían volcado y derramaban hombres y mujeres en desesperada fuga hacia las laderas del valle. La mitad de los guardias sopesaba aturdida qué acción era más urgente, recuperar las carretas o perseguir a los fugados. La otra mitad iba a pie buscando sus caballos y saurios.

    Maveria estaba en medio del valle bajo un sol abrasador. Toda actividad parecía alejarse de ella, caballos, saurios, guardias, carretas... Quedó un instante tan aturdida como los guardias. ¿Qué hacer? ¿Adónde ir?

    Divisó de pronto un gran saurio verde a unos cien pasos de distancia. El animal emergía de una nube de polvo y avanzaba veloz hacia ella. Su jinete era un capitán caristio. Con una mano asía una lanza larga apuntada hacia el frente, con la otra espoleaba al animal. Su postura era de ataque.

    La ladera de rocas estaba a otros buenos cien pasos de ella, demasiado lejos para llegar antes de que el jinete caristio la alcanzara. Y además, montaba un saurio, por lo que huir hacia las rocas no iba a servir de mucho.

    Tenía que derribar al caristio y hacerse con el animal.

    Flexionó las piernas y se agachó con la espalda recta hasta apoyar la mano diestra en el suelo. Giró el torso al levantar el brazo izquierdo y mantener el cuchillo apuntado hacia el jinete a modo de amenaza, el brazo diestro quedaba así oculto al jinete. El caristio bajó un poco la lanza y sonrió ante su cercano triunfo, se enrolló las riendas al antebrazo para azuzar mejor a la montura.

    «Eso es,» pensó ella manteniendo la posición, «Ven a por mí.»

    Lancero y saurio llegaron a unos diez pasos de ella y la trilladora atacó con la velocidad del rayo. Con tremendo vigor, giró el torso y lanzó la piedra que había recogido con la mano derecha al apoyarla en el suelo. Aprovechó el impulso para apartarse del camino del saurio rodando hacia el lado izquierdo.

    La velocidad del jinete sumada a la fuerza con que la piedra había sido lanzada creó un proyectil devastador. La roca impactó en una mejilla. El jinete ni la sospechó ni la vio siquiera. Perdió lanza y sentido al instante y se desplomó de la silla como un muñeco de trapo. Se estrelló contra el suelo y fue arrastrado del brazo por las riendas mientras el saurio continuaba su carrera.

    Ella se puso en pie de un salto y dio media vuelta. El cuerpo arrastrado del jinete se alejaba, pero levantaba cada vez menos polvo a su paso. El saurio estaba reduciendo la marcha, tal y como ordenaban las pesadas riendas.

    La exploradora corrió hacia el animal con rapidez prodigiosa y alcanzó al jinete caído cuando el saurio se detenía a reposar echado al sol. Asió el brazo roto del caristio y empezó a desenredar las riendas con desesperación.

    Pues, por la garganta de roca y a media legua de distancia, cabalgaban refuerzos hacia la desbandada caravana: una veintena de jinetes a caballo.

    Con las riendas en su poder, Maveria sorteó la enorme cola y avanzó hacia el escamoso vientre del saurio dionde pendía de la silla un amplio estribo de madera. El reptil seguía tendido inmóvil y los laterales del vientre oscilaban con rapidez. Maveria apoyó un pie en el estribo y se impulsó con un ágil salto hasta la silla. Recogió las riendas y tiró de ellas para levantar la cabeza del animal, una señal que ordenaba levantarse a la bestia.

    La bestia ignoró la orden con perezosa indiferencia.

    Ella tiró con todas sus fuerzas: —¡Arriba, gandul! ¡Hay que salir de aquí!

    El lagarto se levantó reluctante y protestó unos graves chasquidos guturales.

    —¡Quéjate luego!, - lo dirigó con las riendas hacia la ladera. —¡Sube por las rocas!

    El saurio obedeció lentamente al principio, pero tras posar las palmas en las primeras peñas, fue ganando velocidad. Trepar escarpes rocosos era tan sencillo como respirar para estos animales, pero no podía decirse lo mismo para quien iba montado en ellos. Las sillas de montar para los saurios tenían un respaldo alto y el movimiento del lomo durante la subida resultaba muy incómodo y doloroso para jinetes poco curtidos. Maveria solo había montado saurios en tres ocasiones y no había sido en viajes largos ni tan accidentados.

    Cuando llegó a la cima de la garganta, tenía las posaderas entumecidas y la espalda dolorida.

    Aunque las vistas eran espléndidas.

    Abajo en el valle tenía lugar una carrera de hormigas, caótica y algo cómica. En el horizonte del sur se avistaba a muchas leguas el grueso del ejército bárbaro como una difusa mota negra camino al enclave. Hacia el norte se extendía la pradera del desierto.

    Máver echó un último vistazo al valle, —Entregaré ese mensaje, viejo, aunque sea lo último que haga.

    Y puso rumbo al norte sin mirar atrás.

    [Fin cap. 10]
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  3. #3
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    Respuesta: El Portal de Lugh (Espada y Brujería)

    Capítulo 11 (Capítulo 14 en la versión final en ePub)

    El ocaso empezaba a teñir de fuego escarlata el cielo del oeste.

    Maveria había llegado al campamento forzando la marcha de su obediente saurio, evitando los caminos, rodeando las trochas en favor de las pendientes y riscos de las rocosas rojas. Ahora, a muchas leguas del Paso de Gayena y sentada sobre el reptil, miraba desde lo alto de un cerro el gran hueco oscuro que se adentraba casi en vertical en la piedra. Quien bajara por todo ese largo túnel llegaría a una cámara cristalina creada por los misteriosos prodigios de la naturaleza: una colosal geoda.

    El campamento se hallaba oculto en esa cámara.

    El aire empezaba a enfriar la piel y el saurio acusaba tanto cansancio y sopor como ella. La trilladora sabía que era mejor descender cuanto antes, pero tenía un mal presentimiento. Había algo extraño en el entorno, en el silencio y en el olor de la estepa.

    Olía almizcle y se sentía vigilada.

    Esperó ante el túnel observando las superficies a su alrededor, midiendo la inclinación de los tallos de los arbustos, sopesando la disposición de las pequeñas piedras. En suma, buscando indicios de movimiento reciente y de la posible ubicación de su acechador.

    A veinte pasos a su izquierda halló una pista: una puntiaguda piedra baja que emergía del suelo tenía rota la punta. Faltaba un trocito en lo alto, el cual revelaba el corazón blanco de la montaña. Los cerros de las rocosas eran antiguos, pero en realidad no eran rojos. Su núcleo era casi todo piedra blanca llamada albayalde, la capa de mineral rodeno que la recubría le confería ese color.

    Algo duro había golpeado esa roca y había arrancado una esquirla.

    Siguió con la mirada la dirección del corte y halló muy cerca una línea rosada en la roca del suelo, una fina muesca que serpenteaba hasta perderse tras un gran peñasco. Maveria se sonrió. Era la muesca de la vaina de un torpe espadachín al caminar agachado.

    —¡Sal de detrás de esa peña o te echo al saurio! - gritó.

    No hubo respuesta, pero oyó a alguien arrastrando brevemente los pies tras la roca.

    —¡Puedo oírte a leguas de distancia! - insistió ella.

    Oyó como respuesta unos pasos que se alejaban lentamente de la roca.

    «¡Será cobarde!,» pensó.

    Apretó los dientes y agarró con fuerza las riendas. Se lanzó con el saurio en pos del furtivo. Con cuatro raudas zancadas, el saurio llegó a lo alto del peñasco que había servido de parapeto y Maveria sorprendió al torpe furtivo a plena vista.

    La figura era humana y caminaba agachada como si luchara contra una ventisca. Tenía echada sobre la cabeza una larga y apestosa piel parda de oso o similar, cuyos faldones arrastraba ruidosamente por la roca. Iba dejando un surco rosado allí donde la vaina rozaba conspicuamente el suelo. Ni siquiera había oído al saurio subirse a la peña, pues seguía su ridículo avance con total convicción hacia ningún lugar en particiular.

    En otras circunstancias, Maveria habría sentido lástima. Apuntó con las riendas hacia la figura y dio la orden al saurio con un movimiento del talón. El animal se impulsó en la roca y cayó sobre su presa sin misecordia. Empujó la espalda de la figura con una zarpa de largos dedos y la aplastó de bruces contra la roca, inmovilizándola al instante.

    Los desesperados gruñidos que surgieron de debajo de esa pata eran de hombre. —Gghhh... rindo, ghh, piedad... ggh respeto... ggh... - de debajo de la pata del saurio emergieron dos desnudos brazos flexionados cuyas palmas se agitaban en el aire en señal de urgente capitulación. —Ghh, me rindo ... ghh, me someto.

    —¿Eres sordo acaso? - le reprendió Maveria inclinándose hacia el hombre desde la silla.

    —Ghhh... no... ghhh, me... matéis, ghhh.

    —¡Que si eres sordo! - ordenó al reptil que aplastara menos para dejar hablar al hombre.

    El hombre dejó caer las manos en el suelo con un suspiro y respondió: —No. Os oigo muy sana. - tomó aire y continuó con una agradable voz de tenor: —Egregia dama. Erdián es mi nombre, soy sagaz juglar y escaldo, solo un viajero barbián que acepta oro o un buen caldo.

    Maveria alzó incrédulas cejas y abrió la boca para preguntar algo, pero el alcance de su inmediata curiosidad competía a tantas disciplinas diferentes que quedó atontada por sus propios pensamientos.

    Erdián ocupó la pausa refunfuñando: —Si no es pedir asaz molestia a su feroz ira gualda, ¿podéis retirar la bestia que me está aplastando la espalda?

    Maveria dudó un segundo antes de obedecer, sin saber muy bien por qué. ¿Era lástima? ¿Curiosidad? ¿Fatiga? Mandó al saurio dar un paso atrás y apartar la opresiva zarpa. El hombre se levantó ciñéndose al cuerpo la ominosa piel y ocultando los brazos dentro. Dio media vuelta para alzar la vista hacia ella y dar las gracias con una leve reverencia.

    Al verlo de pie, notó que el hombre era alto, delgado y caminaba descalzo. La apestosa y gruesa piel le cubría todo el cuerpo desde el cuello hasta los tobillos. Él la encaraba con servil sonrisa y ojos complacidos con lo que veían. Parecía joven, pero no mucho más joven que ella. Su sudoroso rostro tenía el tono rojizo de quien, de costumbres más bien nocturnas, se había tostado al sol. Tenía pronunciada barbilla y pómulos, gruesos labios, larga y fina nariz. La barba era de varios días. Su pelo castaño, largo hasta los hombros, tenía restos pegados de tierra y algunas ramitas. La vaina de una espada asomaba inclinada por detrás de su extraño abrigo invernal.

    El crepúsculo avanzaba tendiendo una manta de cansancio sobre los hombros de Maveria y del saurio. La idea de llegar al campamento y reposar la tentaba lastrándole los párpados.

    —¿Por qué me seguías, Ardán? - preguntó ella sin mucho entusiasmo.

    Él sacó un brazo para alzar un dedo: —Erdián, su némesis de la arpía. Viajero bardo y barbián. - escondió el brazo bajo la piel. —Y yo no os seguía. - miró al cielo como si buscara algo que hubiera perdido allí, —Oh, llega el plenilunio, - la miró de nuevo asintiendo hacia la piel que vestía, —y no llevo atuendo por un cierto infortunio. ¿Sabéis, por azar, de taberna para... ?

    —¿Vas armado? - interrumpió ella.

    Erdián abrió la la mitad derecha de la piel mostrando su delgado pero fibroso cuerpo, totalmente desnudo salvo por un talabarte del que pendía una vaina vacía. —No llevo arma de muerte desde la noche pasada. - se cubrió el cuerpo de nuevo y sintió necesidad de explicarse: —Pero fue por mala suerte que me robaron la espada. No creáis que de ordinario...

    —Tu acento es cratano, ¿qué hace un... ? - la extraña forma de hablar del hombre la confundía. Nunca había oído a nadie usar muchas de esas palabras. —¿... un lo que seas en las rocosas del norte?

    El hombre miró a su alrededor y frunció el ceño, mascullando. —Si esto son las rocosas del norte, - sacó un brazo moviendo un dedo hacia Maveria con sospecha, sin dejar de mirar el paisaje. —y vos conserváis la sesera, - se giró y alzó la vista hacia ella, moviendo una mano en señal de total ignorancia, —o llegué por arcano transporte o aún duermo con Briyet, la mesera.

    Juzgando que el hombre no presentaba mayor amenaza para ella que para sí mismo, y que en aquel lugar particular no era deseable tener rondando a un chiflado de tal escala, le indicó que subiera a la silla a su lado.

    Mientras descendían por el túnel hacia el campamento, él le preguntó:—¿Y tiene nombre mi guía y cardán, justa dama en idea y materia? Por...

    Ella rió por cansancio, diciendo: —Oh, mi justo y cardán Erdián, podéis llamarme Maveria.

    [Fin cap.11]
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