Capítulo 2

"¿Asalto de bandidos? ¡En esta casa no se tolera la incompetencia, bárbaro túrdolo! ¿Dónde está mi padre?"

El capitán mercenario contuvo la lasciva urgencia de abofetear a la rolliza primogénita del maese cratano, pero no escatimó desdén ni regocijo en el tono de su respuesta: "Como ya he dicho, hemos hallado la carroza, pero no el cuerpo, donce...llueca."

Los otros cinco guerreros túrdolos que habían acompañado al capitán hasta la alcoba de la mujer bufaron risas breves y discretas al oír el apelativo, pero tuvieron la prudencia de girar las cabezas o bajar las miradas para enmascarar la chanza con preocupación.

Las nasales y el pecho de la oronda y soltera cuarentona se inflaron ante la ofensa como vejigas porcinas. La dama que habitaba en la mente de la mujer alzó una petulante barbilla en un intento de demostrar su incontestable superioridad, pero ni la altura de la cratana ni su libertino corazón pudieron respaldar pose ni verbo: "¡Se dice doncella, bárbaro! ¡Llevas tiempo suficiente sirviendo en esta casa para hablar cratano como está mandado!"

Tras esa réplica hubo nuevas risas discretas por parte de los soldados. El capitán túrdolo avanzó veloz como un depredador y cerró con un paso la distancia que le separaba de Larima Tahik. Aferrando con una mano uno de los inabarcables senos de la mujer y ciñéndola por la cintura con la otra en un incompleto abrazo, la fulminó con la mirada de un lobo y las fauces de una hiena babosa: "Soy un bárbaro, alteza. Me llamáis perro, sí, y yo cazo y mato para vos. ¿No merezco acaso nada a cambio?"

Fue entonces cuando la razón de Larima se extravió con una exhalación en esos inquisitivos ojos de lobo, y un húmedo fuego secreto comenzó a arder bajo su vientre. Agarrada a esos brazos de hierro, la mujer sintió de pronto palpitaciones, y un fuerte sudor comenzó a manarle por el cuello y las sienes. El tiempo para ella se detuvo en un lugar remoto de prohibido y tóxico deseo donde se nublaba la vista y las antorchas de la alcoba perdían su ímpetu luminoso. El fuego interno consumía visión y sonido y avivaba otros sentidos. El hedor a muerte del guerrero se intensificaba y evocaba noches de ultrajante placer, recuerdos de agridulce humillación, de doloroso gozo, de despreciable e intolerable éxtasis.

"Sí," se oyó susurrar Larima pegando la mejilla al pecho del hombre, "Castígame si quieres."

Tras estas palabras, las risas y jocosos comentarios de los demás mercenarios resonaron libremente en las columnas y en los arcos, en los tapices y en los muros de piedra blanca de la extensa alcoba de planta circular. Exuberantes jardines espiaban desde el exterior de las galerías, mientras que en el centro dominaba el espacio una gran cama con dosel de sedas púrpuras, blancas sábanas de satén y abigarrados cojines de plumas de faisán. Todos los lujos que el Imperio cratano arrebataba a sus colonias y que el hombre más rico de Cratón podía pagar.

"Larima, ¿estás despierta?" La hija menor de las cinco hijas del maese llamó a la puerta cerrada de la alcoba. Su voz al otro lado delataba nervios y cansancio: "No puedo dormir, ¿sabes algo de padre?"

Los mercenarios dejaron de reír de inmediato y se agruparon en formación por acto reflejo. El capitán abandonó su sonámbula presa y se dirigió hacia la puerta con rápidos pasos. Larima aún estaba aturdida de pie ante la cama cuando el guerrero túrdolo abrió la puerta y se echó a un lado para dejar pasar a la joven de quince años llamada Feraya.

La joven agradeció con un asentimiento el gesto del capitán y pasó al interior. Examinó rápidamente a las personas en la alcoba. Los mercenarios túrdolos mantenían silenciosa y disciplinada fila a un lado de la sala, el capitán aún sujetaba la puerta y tenía un semblante sombrío. A unos diez pasos de la puerta estaba su hermana Larima de pie frente a la cama. La obesa mujer estaba ruborizada, sudorosa, y miraba al suelo con las manos juntas ante ella.

Feraya avanzó despacio hacia su hermana sin dejar de interrogar a la guardia con la mirada. "Larima, ¿qué ha pasado? ¿Por qué no ha llegado padre todavía? La hija del conde dice que su padre lo vio partir después del banquete."

La abochornada hermana comenzó a llorar sin dejar de mirar al suelo. Se tapó la cara con las manos, desplomó sus gigantes nalgas sobre la cama y sollozó sin consuelo.

Feraya corrió a sentarse a su lado: "¡Larima!" Abrazó a su hermana sintiéndose impotente y frágil: "No llores, por favor. Seguro que padre está bien."

"La carroza de maese fue asaltada cerca del desfiladero, dama Feraya," dijo el capitán. "La escolta fue degollada. Su padre no se encontraba entre los muertos."

"¿Qué?", la joven miró al capitán con lágrimas en los ojos. "¿Asaltada? ¿Por bandidos?"

"No fueron bandidos," respondió el túrdolo. "No robaron nada."

Al oír estas palabras, Larima interrumpió su llanto para alzar la vista hacia el capitán y maldecirlo con los ojos y una mandíbula tensa, pero pronto bajó la cara entre las manos y retomó el llanto con aún mayor desdicha.

Feraya se tragó las lagrimas y volvió a abrazar a su hermana. Habló al capitán: "¿Qué cree usted que ha sucedido? ¿Fue un secuestro?"

"No sé qué ha sucedido, pero es posible que maese siga vivo. Puede que escapara al ataque."

"Lléveme donde ocurrió, capitán, esta noche. Se lo ruego."

"Allí ya no hay nada, dama Feraya. Pero puede examinar la carroza y los cuerpos. Lo hemos dejado todo en los establos."

Feraya consoló a su hermana con un beso en la frente: "Voy a ver qué ha pasado." Fue a levantarse, pero Larima frustró su intento al abrazarla con mayor fuerza y esconder las lágrimas en su pecho. "Larima, suelta. Volveré en un momento," dijo Feraya zafándose del abrazo; "Tengo que ver esto."

"Nosotros la escoltaremos abajo, dama Feraya," dijo el capitán indicando a la guardia que saliera.

La fila de hombres salió al pasillo y esperó. Feraya salió caminando junto al capitán y este cerró la puerta de la alcoba. El grupo recorrió el pasillo y atajó por el peristilo para bajar las anchas escaleras hacia la villa de servicio. A Feraya le gustaba pasear por ese jardín porque la noche se perfumaba de exóticas fragancias que le recordaban los tiempos de las caravanas hacia las fronteras. Ella había viajado con su padre en esas caravanas siendo muy niña, con tan solo cinco años. Sentía un poco de nostalgia de aquellos largos trayectos, pues su padre siempre estaba con ella entonces y la había guiado en todos los sentidos, tanto al transitar por las calles de ciudades extranjeras como en el transcurso de su educación. Los mercaderes de aquellas rutas tenían que aprender muchas lenguas y dialectos, debían conocer muchas costumbres y credos, y ella había aprendido mucho del gremio tras ocho años de excursiones a las colonias.

Al final de la escalera, el capitán señaló para Feraya una gran caballeriza de carruajes a cien pasos de distancia: "El establo está allí," a sus hombres les dijo: "Vosotros vigilad fuera."

Los mercenarios se separaron y la joven dama y el capitán siguieron juntos hacia el edificio. En las puertas había dos hombres hablando con antorchas en la mano. Cuando atisbaron el par de sombras, uno de ellos gritó en túrdolo: "¿Eres tú, capitán? ¿Podemos quedarnos con el oro de la vaca?"

Sabiendo que dama Feraya hablaba bastante bien la lengua, el capitán palideció y se giró hacia la joven pensando rápido en una disculpa, pero la joven alzó la vista hacia el hombre, se llevó el puño izquierdo al hombro derecho y lo golpeó dos veces: uno de los muchos gestos que entre los túrdolos comunicaba perdón al prójimo, pero este en particular significaba literalmente: «No hay ofensa entre hermanos.»

El capitán volvió a mirar al frente y dio una carcajada negando con la cabeza. Esta historia iba a rentar en alborozo de taberna más que el oro sisado a las arcas del maese. El capitán recordaba haberle explicado a dama Feraya cuando esta tenía diez años que un túrdolo que roba a un miembro de su familia es expulsado de esta.

A unos veinte pasos de sus hombres; el capitán les gritó en túrdolo: "Abrid las puertas. Dama Feraya quiere ver la carroza."

El hombre que había hablado escrutó las sombras auxiliado por la tea y se maldijo a sí mismo. Su compañero se rió dándole una palmada en el hombro y le auguró un próspero futuro como esclavo en las minas de hierro y plata. El primero maldijo entonces al segundo y ambos empezaron a levantar la tabla que atrancaba las puertas.
[Fin cap.2]