Capítulo 6

Tras hablar con Rahijá Fajir en el bazar de Cratón, Feraya regresaba en carruaje a su casa mientras la capital se bañaba en un océano de luz.

Los carros de mercaderes transitaban las arterias de la ciudad. Los artesanos pertrechaban sus talleres con las telas, tintes, esencias, piedras y todo tipo de lujosas mercancías traídas de las lejanas colonias. Los tenderos ofrecían reses, aves, quesos, vinos y peces frescos del día.

Y las gentes de Cratón atendían sus risueñas vidas ajenas al peligro que las acechaba.

Pues poco a poco, como el lento y silente deshielo de un glaciar, las montañas que oteaban como pacientes gigantes las lejanas murallas de la capital se infestaban de monstruosas alimañas.

El onagro crecía latiendo en su crisálida como un corazón inmundo, negro, viscoso, hambriento sin medida. Y en cada latido un creciente mar de sangre invisible se extendía hablando un idioma insepulto, vetusto, lúgubre y preciso.

Un idioma que bramaba: Aquí hay PODER.

Y atraídas por esa tácita promesa de maligna prosperidad, tenebrosas criaturas de lejanos abismos habían abandonado sus guaridas y recorrido leguas de oscuras trochas, de fangosas marismas, de subterráneos pasadizos hacia el impío territorio del onagro.

Hacia la impía Cratón.

Abkura advertía estas migraciones como una distante bruma de éxtasis a su alrededor. Mientras ascendía por los soleados y pedregosos caminos de estos gigantes rocosos, sentía oscuras presencias ocultas tras las rocas de las lejanas laderas al Norte, bajo las raíces de los árboles del valle al Este, en las grutas de las cumbres nevadas al Sur. Y al Oeste, el radiante Mar del Ocaso lamía la costa de Cratón con insistentes lenguas de argén y turquesa. Bajeles con la bandera de la Primera Cohorte vaciaban sus bodegas y vomitaban tropas cratanas hacia el puerto por largos puentes sobre la escollera.

El general Crag Tuek había llegado por fin a la capital.

Pero sería Canosa quien se encargaría de él, Abkura tenía otros problemas que resolver entre estas montañas.

La marchita y decadente Orden de Hukul había conspirado, torturado y asesinado a mucha gente importante durante décadas de minuciosa investigación. Muchas hermanas se habían sacrificado por un único propósito.

Recuperar el poder que los buitres cratanos habían arrebatado a la Orden al expulsar a las huestas luganas muchos siglos atrás.

Recuperar el Portal de Lugh.

Abkura había estudiado desde la infancia planos antiguos y recientes de la región de Cratón y sabía que en alguna parte de estas agrestes montañas por las que ahora ascendía se encontraban las ruinas de la antigua ciudad de Lugh. Pero la Orden había explorado sigilosamente cada palmo del valle muchas veces y no había hallado ninguna clave definitiva.

Ella estaba segura de que el portal aguardaba enterrado en el interior de alguna mina de hierro del centenar que perforaban estas montañas.

El portal aguardaba.

Los sabios historiadores de la región acasia de Irisna aún escribían volúmenes en los que se explicaba que un milenario portal sagrado había sido construido por nómadas luganos establecidos en estas regiones. En muchos de dichos volúmenes, por supuesto, se dudaba de la existencia de tal portal, pues era causa contínua de controversias entre los eruditos.

La razón de esto era sencilla: la descripción del portal recogida en diversos incunables por todo el continente correspondía sin duda a la de una construcción de magnífica artesanía, muy superior a la imaginación y empeño de unos rudimentarios luganos nómadas que no sabían entonces ni arar los campos.

Los secretos de la Orden de Hukul eran como los pactos con los Dioses: nunca se pronunciaban a la ligera. La Orden guardaba celosamente la verdadera historia del portal, la historia que resolvía con una sencilla frase ese misterio indescibrable.

El portal lo había imaginado la misma mujer que había ordenado a los luganos construirlo.

¿Y esa mujer? También la Orden tenía respuesta a eso, y a muchas otras: la mujer era Ella, la primera hechicera de Hukul.

Hukul. Un nombre extraño para un Dios.

Los eruditos habían escrito también mucho sobre Hukul, sobre sus signos y sus posibles orígenes. Abkura no había leído ninguno de esos volúmenes. Sabía que ninguna hermana se molestaba en leer esas absurdas fabulaciones. Poco de lo que se hallaba escrito en esos tomos era cierto, y la única parte que honraba a la verdad era que un encuentro con el nombre de Hukul no era deseable.

El nombre de esta deidad no retrocedía hasta tiempos inconcebibles. No había nacido del desamparo y el pavor. No había sido fruto de una imagen inexplicable. No había germinado de nada tan prosaico como la caída un rayo sobre un arbol y la posterior transmutación de este en un brillante fuego abrasador. No había sido revelado por las eternas esencias. No había sido entregado a los mortales.

El nombre lo había imaginado Ella. Y condensaba en dos sílabas un sueño, la alquímica sublimación de sólido anhelo en vaporosa realización, en ulterior potencia definitiva.

Hukul era el Crisol del Cosmos.

Hukul no moraba en el yermo del abismo inferior. No habitaba en el palacio de las esferas celestes. No precisaba de templos ni de ofrendas ni de oráculos. Hukul residía en cada hechicera de la Orden y les exigía una única cosa: completa devoción a sus signos.

Abkura había imaginado a Hukul siendo muy niña. Lo había creado en su secreto y penoso transitar sobre los abrojos de la consciencia incompleta. Todas las hermanas de la Orden compartían ese imposible vínculo entre ellas y su Hukul concebido. Por eso la Orden no podía separarse aun cuando, por acaso, existiese volición y consenso.

Pero la Orden estaba muriendo. El poder de Hukul se disipaba entre los orbes de la realidad como los recuerdos entre las fisuras del intelecto senil.

Y por ello, desde el Norte avanzaban blasfemas hordas para impedirlo. El pastor había reunido ovejas descarriadas y las guiaba hacia el cubil negro del feroz lobo cratano. El pastor las había provisto de armas y conjuros, de causas y promesas, había susurrado en sus oídos victorias y recompensas.

Y mientras Abkura salvaba las cornisas y peñas en su marcha hacia la cima rocosa, las ovejas marchaban dichosas por carreteras imperiales blandiendo hierros sendientos para capturar exclavos, arrasar los campos, quemar las villas y babear cánticos de sumisa adoración a su líder.

Adoración a Hukulugh.

El Hijo de Hukul. La aberración imaginada por todas las hermanas de la Orden para este particular momento de necesidad.

Imaginado inmortal, Hukulugh era quimérico. Tenía cuerpo de hombre, cabeza leonina, enormes alas de murciélago y larga y afilada cola de reptil. Su fuerza era la de cien guerreros. Su altura igualaba la de cuatro lanceros de infantería cratanos. Podía sortear de una zancada la embestida a caballo de treinta jinetes. Superaba corriendo el vuelo de cualquier halcón. Volaba más rápido que el aire de una ventisca. Blandía martillo y espada, magníficos y temibles. Conocía sortilegios y pactos, madiciones y plagas.

Hukulugh era un destructor de ejércitos.

Abkura llegó a la cumbre del cerro que miraba al Oeste hacia el Desfiladero del Colmillo y al Este hacia el vasto cañón del valle que el delta del río tintaba de fértiles glaucos, cristalinos azules, pétreos ocres y azabaches.

Por encima del dosel tropical del valle, Abkura divisaba las laderas rocosas del cañón salpicadas de diminutas bocas negras llenas de actividad. Un millar de esclavos sacaba día y noche de esas bocas en toscas carretas toneladas de piedra, vigilados por numerosos capataces fuertemente armados que velaban por los intereses de Merguíades Tahik.

Según los mapas que había conseguido de los canteros, Abkura tenía que hallar un modo de entrar en tres esas bocas de la ladera Este, la ladera más lejana a la costa.

El portal la estaba esperando. Abkura pensó que sería más seguro esperar unos días, hasta que las montañas se llenaran de monstruos, y entrar en las minas durante la confusión de la noche.

Mientras tanto podía ayudar a Hukulugh con su misión en la frontera del norte.

[Fin cap. 6]