El momento había llegado. Los diez tripulantes de Afrodita-cinco hombres y cinco mujeres- sabían que sólo uno de ellos sería consagrado con la gloria, mientras que los demás tendrían que conformarse con ser recordados cada que alguien ojeara un libro de historia. Realizaron el sorteo y éste le favoreció al químico y genetista Edwin Zimmer, hijo menor del filántropo y visionario anciano que había financiado la mayor parte de aquella última misión.
Antes de descender los ocho peldaños que lo separaban de la superficie del planeta rojo, pensó en las palabras que pronunciaría y que inmortalizarían aquel gran momento.
Al ser humano le había costado cuatro intentos con alrededor de diez años entre cada uno, había entregado la vida de treinta y ocho de sus mejores especímenes, había gastado sus mejores y últimos recursos y, en el crucial momento que coronaba tantos esfuerzos y sacrificios, justo cuando la Tierra se pudría en contaminación y enfermedad, Edwin puso la planta de su pie en el polvoso suelo marciano y dijo: “Este no es otro gran paso para la Humanidad… es el primer paso de la Nueva Humanidad.”
En la Tierra, desde donde todos seguían la transmisión del gran acontecimiento en vivo, en primera instancia hubo aplausos, apretones de manos, abrazos, lágrimas de felicidad; pero después sólo hubo silencio y suspiros: la continuidad de la especie estaba garantizada lejos de la Tierra, lejos de la hipercontaminaión que pronto acabaría con todos los seres vivos, en un planeta que, una vez más, volvería a estar habitado…