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Creí haber muerto. Pero estaba equivocado.

Un leve rayo de sol entró por mi ventana. Apenas empezaba a despuntar el día pero el agradable calor comenzaba a acariciar mi cara. Era una sensación contradictoria. Siempre había considerado un despertar agradable el que estaba viviendo esta mañana, pero sin duda hoy era algo mucho más desagradable de lo normal.
Aún no había podido abrir los ojos cuando noté un horrible dolor de cabeza y unas nauseas que me empujaban a levantarme. ¿Resaca? Ni hablar. Recuerdo muy bien que anoche no bebí nada. Miré el despertador y no me alarmé demasiado al ver que los pequeños leds luminosos dibujaban las 9:45 de la mañana. Era la hora habitual a la que el sol se colaba por la ventana y se encargaba de quitarle el trabajo al despertador. Por curiosidad esforcé un poco más la vista y pude ver la fecha que marcaba el despertador. Eso sí que me alarmó un poco más.

Todavía no era muy consciente de lo que acababa de ver, pero sí que tenía una leve sospecha: si lo que se encargaba de mostrarme concienzudamente el despertador era verdad había permanecido dos días enteros durmiendo en esta cómoda cama. Las náuseas y el atronante dolor de cabeza seguían ahí. Intenté hacer memoria y recopilar lo último que recordaba sobre el día de ayer, o mejor dicho, el día de antes de ayer. Sin duda mi cabeza no estaba trabajando al nivel que esperaba. No la culpo, era temprano para mí y las náuseas no le hacían el trabajo más fácil, pero poco a poco fueron llegando recuerdos entremezclados a mi desarmada cabeza.

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Salí un poco más tarde de lo habitual. El día había estado movidito por la planta cinco del Harlem Hospital Center. Algo a lo que ya debe estar acostumbrado un enfermero como yo, si es que alguien se puede acostumbrar a que se te mueran dos personas en una tarde. Salí del hospital bien entradas las diez de la noche. Sin prisas me cambié de ropa y salí a la calle. La idea de recorrer las agradables calles de Harlem de noche no era lo que más me reconfortaba en esos momentos, pero sin duda merecía la pena volver a casa caminando. Vivía a tan solo diez minutos a pie, y no era casualidad. Había conseguido un trabajo bien pagado y lo suficientemente atrayente como para tomar una decisión difícil. Alejarme de mi familia y empezar una vida paralela cerca de mi trabajo.
Clarice y Rita, mi mujer y mi hija, mis dos pilares. Dos personas a las que nunca abandonaría, a no ser, claro, que una fuerza mayor lo requiera. Esa fuerza mayor se llamaba, desgraciadamente, dinero. Después de una época de austeridad un buen trabajo se agradece, incluso tan lejos de casa, tan lejos de Brooklyn.


Clarice no lo dudó un instante al aceptar que me instalara temporalmente en casa de mi tío Frank (que en paz descanse), que afortunadamente poseía un pequeño apartamento en Harlem a tan solo unas cuantas manzanas del hospital. Si al menos hubiese sido herencia nuestra las cosas habrían cambiado, pero no había tanta suerte. Rita, mi hija de siete años de edad no lo tenía tan claro, nada le impulsaba a creer que todo esto fuera necesario. Poco le alivió el hecho de que los fines de semana pudiera volver a casa.
Para mí, Edward Capa, tampoco era demasiado gratificante que a mis treinta y dos años de edad tuviera que recurrir a esa alternativa.
Poco importaba todo esto después de una dura jornada de trabajo. Tan solo quería llegar a mi apartamento prestado y dormir todo lo que pudiera en mi cama prestada, incluso disfrutar un poco tomando una buena ducha.

La noche ya había caído sobre las calurosas calles. La gente buena ya se había encerrado en casa hacía rato. Sin duda era una pequeña pero peligrosa travesía la que tenía que llevar a cabo casi todas las noches. La fuerza de la costumbre hace que el miedo quede relegado a algo inútil, quizá por eso ya ni siquiera tenía miedo a adentrarme por los callejones más oscuros para conseguir atajar unos pocos metros.
Pocas variaciones solía tener mi ruta, pero aquella noche recuerdo que hice una excepción. Atajando por uno de los callejones que parece no tener salida a no ser que seas un intrépido aventurero me encontré con algo que no solía estar presente en mis rutas nocturnas. Al final del callejón, donde la luz de las tres farolas que lo llenaban empezaba a perder la fuerza vi un bulto sospechoso. Todo es sospechoso a las once de la noche por los callejones de Harlem, pero esto lo era un poquito más. Un leve ruido iba creciendo lentamente de entre las sobras. Una especie de rugido, un ronroneo feroz que iba resonando por las paredes hasta llegar a mí. Se trataba de un sonido realmente amenazador. Hubiera dado la vuelta de inmediato de no ser que la salida que estaba a mi izquierda unos metros más adelante quedaba más cerca.

Decidí continuar, y por si acaso no volver a mirar a ese bulto que en la oscuridad y con un tono amenazador se encargaba de recordarme que él sí que estaba vigilándome. Anduve unos metros más. Se acercó lentamente y se dibujó su silueta debajo de la tenue y amarillenta luz de la farola. Se trataba de algo similar a un perro, y digo similar porque no se parecía a nada que yo hubiera visto antes. Su pelaje estaba impregnado de un líquido, probablemente sangre, que creaba remolinos y formas irregulares que dotaban al perro de un aspecto más amenazador si cabe. Algo me decía que lo más inteligente sería salir corriendo sin pensarlo, pero recuerdo que lo único que pude hacer fue quedarme petrificado delante de esa forma que rugía sin parar. No pude más que mirar directamente a sus ojos, y lo que vi no me gusto nada. Una mirada inyectada en sangre se encargaba de anunciar la ferocidad del animal. El pelaje dejaba entrever pequeñas heridas que cubrían casi todo su cuerpo. Empezó a acercarse lentamente hacia mí, y toda mi atención se centró en esas pequeñas heridas que dejaban a la luz músculos y tendones que se contraían y se expandían rítmicamente.

El sonido de las pezuñas arañando el suelo me indicó que el momento que temía inmóvil había llegado. El animal se abalanzó sobre mí de una manera despiadada, no tuve tiempo de reaccionar en lo más mínimo y pronto me descubrí tirado en el suelo. Lo único que recuerdo de ese momento es el horrible olor del aliento del animal fluyendo sobre mi cara. Ni siquiera me pude parar a pensar en el terrible dolor que sentía. Mientras el animal se encargaba de desgarrarme la cara en lo único que pude pensar fue en ese penetrante olor. Intenté resistirme en vano. Acerqué mis manos a fin de proteger la cara y el perro continuó mordiendo sin piedad lo que se ponía por delante. Un afilado colmillo atravesó mi mano por el centro de la palma. El diente quedó atrapado en mi interior y el perro enloqueció intentado extraerlo a base de bandazos. Poco a poco desgarró la carne que lo aprisionaba y continúo atacando furiosamente el resto de mi cuerpo. El sonido de sus gruñidos se mezclaba con el de mis gritos creando una confusión que impedía que distinguiera siquiera que parte de mi cuerpo estaba siendo atacada en ese momento.
Lo último que recuerdo fue como intentaba taponar con el dedo la arteria de mi cuello que se empeñaba en derramar toda la sangre que había guardado celosamente durante treinta y dos años en mi cuerpo. No pensé que fuera a morir: sabía que estaba muriendo. Cualquier esfuerzo era en vano. Mi mente se estaba desvaneciendo rápidamente y lo único que alcanzaba a pensar era en que necesitaba que se acabara ese sufrimiento.
Sin duda, había muerto.


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¿O no? Abrí los ojos con un impulso repentino. Vi como el amarillento techo iba definiéndose a medida que mis ojos se acomodaban. El dolor de cabeza y las nauseas ya habían cesado prácticamente. Lo que ahora me preocupaba era si lo que había recordado con tanto detalle formaba parte de la realidad. No parecía tener sentido, me encontraba en mi cama, en mi apartamento, y técnicamente dos días después de lo sucedido.

Me incorporé en la cama de un movimiento rápido y conseguí ponerme en pie con algunas dificultades. Me mantuve durante algunos instantes y luego con una marcha algo torpe me acerqué lentamente hacia el baño. Entré y palpé con la mano la zona donde se suponía estaba el interruptor. Encendí la luz y miré al frente. Delante de la puerta se hallaba un gran espejo de medio cuerpo. En ese espejo se estaba reflejando algo, algo que se escapaba a mi entendimiento y que me horrorizó tan profundamente que no pude más que seguir mirando durante un buen rato. Cuando conseguí aclarar mi mente me di cuenta de lo que estaba observando.

Delante de mí, reflejado en ese espejo se encontraba un cadáver. Un cadáver con mi rostro, con mis rasgos, era yo. Asustado y de un golpe repentino aparté la vista del espejo y me pregunté si esa aparición era real o solo otra parte más de mi sueño. Creí conveniente asegurarme mirando directamente a mi cuerpo. Bajé la vista. Alcé las manos, y lo que vi fue exactamente lo mismo que el espejo se encargó de mostrarme.
Mis manos estaban arrugadas. La palidez que las cubría dejaba ver una tonalidad verdosa. Sin duda se trataba de un signo de putrefacción. Observé más detenidamente, en concreto buscando una señal que confirmara lo que recordaba, y allí estaba, una perfecta incisión atravesaba mi mano por completo creando un agujero que dejaba ver las relucientes baldosas del suelo. Alrededor de la herida se podían ver pequeños coágulos de sangre pegados a la piel. No me dolía lo más mínimo, pero sin duda la impresión que me causó me hizo retorcerme y soltar un alarido que retumbó por todos los azulejos del baño.

Me acerqué un poco más al espejo y decidí comprobar con más precisión lo que mostraba mi cara. Apenas me reconocí en esa monstruosa imagen que estaba viendo. El tono verdoso de la carne en descomposición era lo primero que saltaba a la vista. Pude comprobar cómo pequeños desgarros en la cara mostraban músculos y tejidos interiores. Una abertura en forma de brecha dejaba entrever el fondo de la dentadura mientras unos pequeños tendones la recorrían de arriba a abajo. Solo entonces reparé en que no había tenido en cuenta el horrible hedor que debía estar desprendiendo, seguramente porque yo no lo notaba en absoluto. Volví a centrar la vista en mi rostro y comprobé aliviado que a mis ojos no les había pasado nada. Seguían siendo azules, seguían teniendo un brillo especial, más ahora que eran lo único que podía reconocer como mío en medio de ese conjunto de carne putrefacta.

La cabeza estaba empezando a darme vueltas. Nada de lo que veía tenía el más mínimo sentido. No podía creerlo. La simple idea de verme así me hacia revolverme en nauseas y sin duda tenía la impresión de que me desvanecería de un momento a otro. No me desmayé, seguí de pie, apoyado contra el lavamanos, derrumbado sobre él. Estaba intentando asimilar lo que había visto a más velocidad de la que podía pensar siquiera.
Intenté relajarme lo máximo posible, pese a que era difícil. Volví a mirar mi cuerpo, esta vez por completo. Observé heridas graves en mis piernas y brazos. Mi abdomen estaba lleno de zarpazos y heridas. Pese a todo esto, no había ni rastro de sangre, no había secreciones, la carne y las heridas estaban secas. Era carne muerta por completo.
Sentí la necesidad de tocar esa piel que tanta repugnancia me estaba causando y la sensación que me dio fue más nauseabunda todavía. Apreté la carne, esta era blanda, nada firme y muy débil. Me dio la sensación de que podría arrancar una tira de piel solo con dos dedos. Volví sobre mis pasos hacia la cama, salí del lavabo y me derrumbé por completo en el colchón mirando hacia el infinito. Dios sabe que soy un hombre de ciencia, y esto me superaba, no lo podía creer.



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Un saludo a tod@s!