Era de noche y hacía frío. El viento ululaba entre las copas de los árboles augurando lo que el cielo, ya entenebrecido por bastas nubes negras como el carbón, anunciaba como irremediable. Primero lloviznó, y el rumor de las gotas tropezando contra la maleza se convirtió en un eco agradable en la caminata; pero la tormenta no tardó en romper las nubes muertas; y el fango se acumulaba ya en las botas de los amigos haciendo del camino un angosto recorrido.
Los tres amigos, linterna en mano, marchaban en fila india, apartando con los machetes la maleza que estorbaba el paso ávido y ligero que necesita la expedición. Por vez primera tenían la oportunidad de estar cara a cara con aquello que tanto anhelaban presenciar. Ninguno dudaba de la autenticidad del fenómeno; pero querían verlo con sus propios ojos y sentir la emoción de encontrarse ante lo extraordinario; y qué mejor día que aquel, día en el que, desde el parque en penumbra, habían tenido la oportunidad de ver aquellas luminarias, de las que tanto habían escuchado hablar, aterrizar en mitad del bosque oscuro.
El rumor había revuelto las tripas de los vecinos de la pequeña aldea; así como su indignación. Varias voces conocidas atestiguaban la presencia de luminarias que cruzaban el cielo en el silencio más sepulcral que nadie hubiera atisbado jamás, pues ni los cánidos ladraban a su paso; y una especie de temor a sucumbir los encantos de la solitaria noche estrellada de las sierras del lugar se había apoderado de los vecinos de toda la comarca.
Corría la leyenda de que la noche cayó sobre un conocido aldeano, pastor de profesión, mientras guiaba a sus ovejas por el pastizal. La Luna llena se reflejaba sobre los lomos de las ovejas, que discurrían como un río de plata cuando, según las voces locales, algunos aldeanos vieron aterrizar a lo lejos una luminaria y, a los pocos minutos, un grito ahogado retumbó alertándoles. Cuando llegaron, el cadáver del viejo pastor yacía inerte sobre la hierba seca. Algunos cuentan que a la mañana siguiente se veían los cercos quemados del aterrizaje de las luminarias sobre los pastos y que el rostro del pastor tenía el aspecto rojizo de haber estado expuesto a una radiación potente. Sin embargo, el diagnóstico del fallecimiento no indicaba ninguna causa extraordinaria o, al menos, eso quisieron dar a entender; pero las historias corrían como la pólvora, y muchos creían que estaban siendo testigos de una auténtica conspiración por parte de las autoridades, que lejos de investigar, se preocupaban por encubrir los acontecimientos del modo, según muchos, más ruin que se podía esperar: negándolos.
Eran varias las denuncias que se habían interpuesto; pero a ninguna de ellas se les había dado crédito hasta el momento: imaginaciones colectivas, alucinaciones, globos sondas, satélites… Todas ellas se resolvían bajo el receloso yugo del racionalismo más cínico.
Pero, volviendo a nuestros tres amigos que se habían sumergido en el bosque tras el rastro de una de esas famosas luminarias…
Llevaban ya media hora de caminata y el cansancio comenzaba a hacer mella en ellos. A medida que se adentraban más y más en el bosque, la seguridad de la marcha comenzaba a vacilar frente a la inseguridad de encontrarse cara a cara con lo misterioso y lo insólito.
-¡Deberíamos volver!-gritó Antonio a la cola de la fila, haciéndose escuchar sobre el estruendo.
Tronaba y caían rayos que restallaban como látigos sobre el cielo acongojado.
-¡No pares!-le chilló Miguel sin aminorar la marcha- ¡Estamos cerca!
Pero los tres pararon en seco cuando el perro pastor alemán que les acompañaba y que correteaba por delante de la expedición desde que se internaron en el bosque, quedó quieto como una estatua.
-¡Será un jabalí!-exclamó Oscar, que encabezaba el grupo, girándose hacia sus compañeros.
El perro lloriqueó mientras retrocedía.
-¡Vamos, chucho, vamos!-le animó Oscar; pero el perro se dio media vuelta y se perdió entre varios matorrales.
Espantado al recordar las leyendas urbanas que había escuchado aquella misma tarde, y viendo la extraña reacción del perro, Antonio se acercó a Oscar y, sosteniéndole del hombro, le gritó:
-¡Vámonos, puede ser peligroso, nos hemos adentrado demasiado!
-¡Ahora quieres irte!-replicó el otro enfadado, y desenfundó la escopeta con decisión-¡Yo sigo!
Pero no tuvieron que continuar hacia ningún lugar, porque, en mitad del bosque entenebrecido, a tan solo unos metros de ellos, una luz verde salpicó el lugar de lúgubres sombras espectrales.
-¡Eh, vá-vámonos, por fa-favor!-suplicó Antonio a sus compañeros mientras la tensión del momento hacia palpitar su corazón hasta el punto de parecer estar a punto de estallar dentro de su pecho.
-¡Nosotros vamos a seguir!-le aseguró Oscar después de cruzar una mirada de complicidad con su amigo Miguel; y avanzaron hacia la luz.
Mientras, Antonio quedó inmóvil en mitad de su más temida pesadilla. Las sombras del bosque en penumbra parecían abrazarle y sus más altos sentidos percibían ruidos, siluetas y susurros que se deslizaban desde las copas de los árboles, como demonios que quisieran divertirse a su costa antes de devorarle y consumirle en las entrañas del fuego eterno. Tenía dificultades para respirar y el pulso se le elevó tanto, que tuvo que tumbarse para no desvanecer.
Al cabo de un rato consiguió calmar sus pensamientos y, aunque no desapareció el miedo, fue capaz de levantarse; y en un intento desesperado por salir de aquel lugar, corrió con todas sus fuerzas hacia la aldea, retornando sobre sus propios pasos, a la luz tenue de la linterna, acompañado de los entes que sobre las sombras proyectaba su propia imaginación.
Sus amigos, mientras tanto, habían reunido el valor suficiente para adentrarse unos metros más en el bosque y asomarse al claro de donde procedía aquella luz verde que tan poderosamente les había llamado a la curiosidad.
Lo que jamás esperaron presenciar fue aquella bestia enorme y peluda desentrañando un cervatillo. De espaldas a ellos, bajo la titilante luz fantasmagórica, el ser, en cuclillas, desmembró al animal y luego, tomando la cabeza entres sus garras, la alzó y bebió la sangre que brotaba a espuertas tiñendo su pelaje pardo al rojo fuego. Luego aplastó la cabeza entre sus garras y succionó el jugo que desprendía la masa encefálica machacada.
Aterrados por la escena, los amigos se dispusieron a correr; pero la bestia detectó el aroma a humano que tanto le gustaba y giró sobre sí; y, con una sonrisa despiadada, se arrojó sobre ellos. Oscar disparó varios cañonazos; pero de nada parecieron servir, pues sus alaridos de dolor auguraron su inminente muerte tras un zarpazo en la yugular.
Mientras destripaba vivo a su compañero, Miguel se arrastraba por el barro en un intento desesperado por escapar; pero un humanoide muy alto machacó su cabeza con el puño de su daga. Después le rebanó el cuello fríamente mientras el joven suplicaba clemencia.
Ahora vamos a volver con nuestro amigo Antonio, que avanzaba por mitad del bosque en un intento vano de llegar a la aldea.
Su linterna se apagó dejándole en la oscuridad absoluta. Perdido, aturdido y aterrado por los alaridos de sus compañeros, no pudo hacer más que esconderse bajo unos matorrales.
De nuevo se acercaron los demonios. Esta vez veía claramente dos lucecitas rojas que brillaban en la oscuridad, justo frente a él. Las luces se acercaban más y más. De pronto, de nuevo la luz verde espectral se dejó ver. Antonio consiguió percatarse de que era emitida por un humanoide alto, rubio y de ojos blanquecinos y fríos como el hielo. Este ser, suspendido a unos diez metros de altura, hacía todo tipo de gestos y movimientos con los brazos. La enorme bestia salió al claro, donde Antonio pudo verla imitando los gestos, a modo de marioneta, del humanoide que, desde las alturas, parecía controlarla.
La bestia se sentó y el humanoide descendió, situándose justo frente a Antonio, que dominado por el terror no quiso seguir mirando y metió la cabeza entre las piernas.
-¿Tienes miedo?-le preguntó con perversidad ya a su lado el extraño humanoide.
A medida que Antonio elevaba la mirada hacia el ser, descubría su atuendo. Vestía traje militar y, antes de llegar a ver su rostro, quedó perplejo al distinguir la cruz esvástica nazi en su brazalete. La carcajada malévola de aquel ser fue lo último que Antonio recordaría, ya que un golpe seco le dejó inconsciente.
Y ahora llega el triste final de este relato, en el que después de que pasaran varios días de lo acontecido, Antonio despertó en el hospital y le fue comunicado que sería detenido por asesinar a sus dos compañeros puesto que todas las pruebas indicaban, sin lugar a dudas, su autoría en los siniestros acontecimientos.
Cada noche, en aquella celda lúgubre de la cárcel donde Antonio fue encerrado, resonaban en su cabeza aquellas carcajadas que como despedida lanzó aquel ser infame; aquel ser que, dejándole en la más absoluta indefensión, se había divertido asesinando y dando de comer a su “mascota” aquella sombría noche de frío y tempestad, manipulando, en un ejercicio de mayor perversidad, las pruebas que destrozarían su vida privándole de libertad.