Antiguo testamento

La humanidad posó los ojos sobre la última oración que se escribiría.
Sus rostros reflejaron el éxtasis que sólo la culminación como especie podía darles: por fin habían descubierto y perfeccionado todas las ciencias; la materia y la energía no tenían más misterios, los átomos giraban y corrían conforme a la voluntad del hombre, a las ondas se les indicaba el ritmo con simples mandatos. Las notas musicales fueron mezcladas en billones de formas con instrumentos artificiales y con las tonadas de la naturaleza, sin dejar lugar para más canciones. La danza siguió los pasos de las estrellas de su galaxia y las de más allá, aquellas que conquistaron hace millones de años y que llegaban hasta el inicio del tiempo. La pintura fue mezclada con todos los colores que sus ojos alguna vez imaginaron y aquellos que sólo detectaban con instrumentos. Esculpieron cada ser –físico o imaginable– de los rincones de este mundo y de las más lejanas nebulosas. Las letras fueron enlazadas hasta dar con el Verbo mismo.
El punto final esperaba su aparición para sellar por siempre la historia del hombre; finalmente serían los dueños de la creación y de ellos mismos, en cuanto habían conocido todo lo que era y es –no habría más–. La pluma cayó sobre la hoja y dejó una mácula de tinta irregular. Un amplio curso de lágrimas la acompañó y desfiguraron la última palabra. El Hombre se sorprendió al perder su lugar como el ser más importante del universo y reconocerse como Dios.