Noel Meyerhof consultó la lista que había preparado y escogió el asunto que iba a ser tratado primero. Como de costumbre, confiaba sobre todo en su intuición.

Aparecía empequeñecido por la máquina a la que se enfrentaba, aunque sólo tuviera a la vista una mínima porción de ésta. Sin embargo, no le importaba. Hablaba con la confianza sin cumplidos de quien se sabe enteramente el amo.

—Johnson regresó de modo inesperado a casa tras un viaje de negocios —dijo—, hallando a su mujer en brazos de su mejor amigo. Se tambaleó dando un paso atrás y exclamó: «¡Max! Yo estoy casado con ella y tengo esa obligación. ¿Pero por qué tú...?»

Meyerhof pensó: «Muy bien. Dejemos ahora que le baje hasta las tripas y que lo digiera un poco».

Sonó una voz detrás de él:

—¡Eh!

Meyerhof borró el sonido de este monosílabo y puso en punto neutro el circuito que había utilizado. Giró en redondo y protestó:

—Estoy trabajando. ¿No suele llamar a la puerta?

No sonrió como acostumbraba al saludar a Timothy Whistler, un veterano analista al que trataba con tanta asiduidad como a cualquiera. Arrugó el entrecejo como lo habría hecho al ser interrumpido por un extraño, frunciendo su flaco rostro en una mueca que lo dejó más arrugado que nunca y que pareció extenderse hasta su pelo.

Whistler se encogió de hombros. Vestía su bata blanca y llevaba las manos apretadas en los bolsillos, formando en ellos unas marcadas líneas verticales.

—Llamé, pero no me contestó. La luz roja no estaba encendida.

Meyerhof gruñó distraído. Había estado pensando demasiado intensamente en su nuevo proyecto y olvidaba los pequeños detalles.

Y sin embargo, apenas podía reprochárselo. El asunto era importante.

No sabía por qué, desde luego. Los Grandes Maestros raras veces lo sabían. Y precisamente eso, el hecho de estar más allá de la razón, les convertía en Grandes Maestros. ¿Cómo si no podía mantenerse la mente humana frente a aquella masa de solidificada razón de dieciséis kilómetros de longitud, a la que los hombres llamaban Multivac, el más complejo ordenador jamás construido?

—Estoy trabajando —insistió—. ¿Qué le trae por aquí? ¿Algo importante?

—Nada que no pueda ser aplazado. Hay unos cuantos baches en la respuesta sobre el hiperespacio... —En ese momento, Whistler pareció captar el ambiente, y su cara tomó una deplorable expresión de incertidumbre—. ¿Trabajando, dice?

—Sí. ¿Qué hay de raro en eso?

—Pero... —Whistler miró a su alrededor, fijando la vista en las ranuras de la angosta habitación que comunicaba con los bancos y más bancos de relés que formaban una pequeña parte de Multivac—. No veo por aquí a nadie ocupado en eso.

—¿Quién dijo que había alguien o que debería haberlo?

—Estaba contando uno de sus chistes, ¿no es eso?

—Sí, ¿y qué?

Whistler forzó una sonrisa:

—¿No irá a decirme que le estaba contando un chiste a Multivac?

—¿Y por que no? —replicó Meyerhof, engallándose.

—¿De modo que efectivamente estaba haciéndolo?

—Pues sí.

—¿Y por qué?

Los ojos de Meyerhof midieron al otro de arriba abajo.

—No tengo por qué darle explicaciones. Ni a usted ni a nadie.

—¡Cielo santo, desde luego que no! Sentí curiosidad, eso es todo... Bueno, puesto que trabaja, le dejo...

Y lanzó una ojeada en derredor, frunciendo de nuevo el entrecejo.

—Me parece muy bien —asintió Meyerhof.

Se quedó mirando a Whistler mientras éste se retiraba. Luego, activó la señal de operaciones con un violento apretón de su dedo.

Comenzó a pasear de un extremo a otro de la habitación, tratando de recuperar la calma. ¡Maldito Whistler! ¡Malditos todos ellos! Sólo porque no se preocupaba de mantener a raya, a la debida distancia social, a todos aquellos técnicos, analistas y mecánicos, porque los trataba como si fueran también artistas creadores, se permitían tomarse aquellas libertades...

«Ni siquiera saben contar chistes como es debido», pensó ceñudo.

Este pensamiento le volvió instantáneamente a su labor. Se sentó de nuevo. ¡Que el diablo se los llevase a todos!

Puso en funcionamiento el apropiado circuito de Multivac y comenzó:

—Durante una travesía en extremo ruda, el camarero de un trasatlántico se detuvo en la pasarela y miró compasivo al hombre que se aferraba a la barandilla, con la mirada posada fijamente en las profundidades, clara muestra de los estragos del mareo. Con toda amabilidad, el camarero dio una palmadita en la espalda del hombre: «¡Ánimo, señor! -le dijo- Ya sé que la sensación es más que desagradable, pero tenga en cuenta que nadie ha muerto nunca de mareo». El afligido caballero alzó la verdosa y torturada faz hacia su consolador y jadeó con ronco acento: «¡No diga eso, hombre, por Dios! Es sólo la esperanza de morir lo que me mantiene con vida...»



Pese a hallarse un tanto preocupado, Timothy Whistler sonrió y dirigió un ademán con la cabeza a la secretaria cuando pasó ante su mesa. Ella le devolvió la sonrisa.

Una secretaria humana, pensó él, suponía un elemento arcaico en el mundo de ordenadores electrónicos del siglo XXI. Mas tal vez fuese natural que esa institución sobreviviese en la propia ciudadela de la electrónica, en la gigantesca corporación mundial que manipulaba a Multivac.

Whistler penetró en el despacho de Abram Trask. El representante del gobierno se hallaba en aquel instante descansando, entregado a la cuidadosa tarea de encender una pipa. Sus oscuros ojos relampaguearon en dirección a Whistler, y su afilada nariz se destacó prominente contra el rectángulo de la ventana situada tras él.

—¡Ah, vaya, Whistler! Siéntese. Siéntese.

Whistler se sentó, diciendo a continuación:

—Creo que nos enfrentamos a un problema, Trask.

Trask esbozó una media sonrisa.

—Espero que no se trate de nada técnico. No soy más que un inocente político.

Era una de sus frases favoritas.

—Concierne a Meyerhof.

Trask tomó asiento al instante, con clara expresión de desamparo.

—¿Está usted seguro?

—Razonablemente seguro.

Whistler comprendía muy bien la súbita infelicidad de su interlocutor. Trask era el representante del gobierno encargado de la División de Ordenadores y Automación del Ministerio del Interior. Se esperaba que supiera desenvolverse en las cuestiones de política que implicaban a los satélites humanos de Multivac, de la misma manera que aquellos satélites técnicos habían de ocuparse del propio Multivac.

Pero un Gran Maestro era algo más que un satélite. Incluso más que un simple humano.

En la historia de Multivac, se había hecho muy pronto evidente que los atascos se debían a una simple cuestión de procedimiento. Multivac podía responder a los problemas de la humanidad, a todos los problemas, siempre que... se le formulasen preguntas con sentido. Pero al irse acumulando los conocimientos a una celeridad creciente, se hacía también cada vez más difícil localizar esas preguntas con sentido.

La razón sola no lo conseguía. Se necesitaba un tipo raro de intuición, la misma facultad mental -sólo que muy intensificada- que convertía a un hombre en un gran maestro del ajedrez. Se precisaba un cerebro capaz de abrirse paso a través de los cuatrillones de jugadas del ajedrez hasta hallar el mejor movimiento. Y hallarlo en cuestión de minutos.

Trask se agitó inquieto en su butaca.

—¿Qué ha hecho ahora Meyerhof? —preguntó.

—Se ha introducido por una línea de investigación que estimo perturbadora.

—¡Vamos, Whistler! ¿Eso es todo? No se puede impedir a un Gran Maestro que siga la línea de investigación que le parezca. Ni usted ni yo nos hallamos lo bastante capacitados para juzgar el valor de sus preguntas. Lo sabe usted muy bien. Y yo sé que lo sabe.

—Lo sé, desde luego, pero también conozco a Meyerhof. ¿Lo ha tratado usted alguna vez socialmente?

—¡Cielos, no! ¿Trata alguien a un Gran Maestro socialmente?

—No adopte esa actitud, Trask. Al fin y al cabo, son humanos y dignos de compasión. ¿Ha pensado alguna vez en lo que supone ser un Gran Maestro? ¿Saber que únicamente existen una docena de personas iguales a ti en el mundo, que sólo nacen una o dos por generación, que el mundo depende de ti, que un millar de matemáticos, lógicos, psicológicos y físicos confían en ti?

Trask se encogió de hombros y murmuró:

—Yo me sentiría el rey del mundo...

—No lo creo —replicó el analista con impaciencia—. Ellos no se sienten reyes de nada. No tienen a nadie con quien hablar, ninguna sensación de ser queridos. Escuche, Meyerhof no desperdicia nunca una oportunidad de reunirse con los muchachos. No está casado, claro. No bebe. No posee una naturaleza sociable... Sin embargo, se obliga a sí mismo a buscar compañía, porque la necesita. ¿Y sabe qué hace cuando sale con nosotros, cosa que sucede al menos una vez por semana?

—No tengo la menor idea —dijo el funcionario del gobierno—. Todo esto resulta nuevo para mí.

—Pues es un chistoso.

—¿Cómo?

—Se dedica a contar chistes. Buenos, por cierto. Es magnífico en ese aspecto. Toma una historieta, por muy vieja y tonta que sea, le da la vuelta de tal modo que hace gracia. Se debe a la forma en que lo cuenta. Tiene talento.

—Ya veo. Bueno, eso está bien.

—O mal. Esas chanzas son importantes para él. —Whistler apoyó ambos codos sobre la mesa de Trask, se mordió la uña de uno de los pulgares y miró fijamente al vacío—. Es diferente y lo sabe. Esos chistes significan para él el único medio de que le aceptemos el resto de nosotros, los seres vulgares. Nos reímos, nos destornillamos al escucharlos, le palmoteamos la espalda y hasta olvidamos que se trata de un Gran Maestro. Es su único punto de contacto con nosotros.

—Muy interesante. No sabía que fuese usted tan buen psicólogo. Pero veamos, ¿adónde quiere llegar?

—Justamente a esto: ¿qué supone que sucederá si Meyerhof se pasa de rosca?

—¿Qué quiere decir? —dijo el funcionario del gobierno, mirándole con rostro inexpresivo.

—Si comienza a repetirse. Si su auditorio ríe con menos ganas o incluso deja por completo de reír... Carece de otro medio para ganarse nuestra aprobación. Si lo pierde, se quedará solo. ¿Y qué sucedería entonces? Después de todo, Trask, forma parte de esa docena de hombres de los que no puede prescindir la humanidad. No podemos permitir que le suceda nada. Y no me refiero sólo a problemas físicos. No hemos de permitir siquiera que se sienta demasiado infeliz. ¿Quién sabe hasta qué punto afectaría eso su intuición?

—¿Y bien? ¿Ha empezado ya a repetirse?

—No que yo sepa, hasta la fecha, pero me parece que él piensa que sí.

—¿Por qué dice eso?

—Porque he oído cómo le contaba chistes a Multivac.

—¡No, por favor!

—Fue de manera puramente accidental. Entré en su despacho y me echó de inmediato. Hasta se mostró violento. Por lo general, suele estar de buen talante, y considero muy mala señal que se alterase tanto por mi intrusión. De todas formas, subsiste el hecho de que le estaba contando un chiste a Multivac. Y tengo bastantes motivos para creer que ese chiste era uno más en una serie.

—¿Pero por qué?

Whistler se encogió de hombros y se restregó furiosamente el mentón con la mano.

—Me he hecho una idea sobre el particular. Creo que intenta crear un almacén de chistes en los bancos de memoria de Multivac, a fin de obtener nuevas variaciones. ¿Ve usted adónde quiero ir a parar? Planea un creador mecánico de chistes, con objeto de disponer de un número infinito de ellos, sin temor a que se le agoten nunca.

—¡Santo Dios!

—Desde un punto de vista objetivo, tal vez no haya nada malo en ello, pero considero una señal deplorable que un Gran Maestro empiece a servirse de Multivac para resolver sus problemas personales. En todo Gran Maestro se da un cierto grado de inestabilidad mental y ha de ser vigilado. Meyerhof puede estar aproximándose a la línea traspasada la cual perderíamos a un Gran Maestro.

—¿Y qué me sugiere que haga? —preguntó un tanto confuso Trask.

—Asegurarse de si acierto. Tal vez me encuentre demasiado próximo a él para juzgarle bien, y por lo demás juzgar a los seres humanos no entra en mis talentos particulares. Usted es un político y en consecuencia está más capacitado para eso.

—Para juzgar a los humanos quizá, pero no a los Grandes Maestros.

—También son humanos. Además, ¿qué otro podría hacerlo?

Los dedos de Trask tamborilearon en rápido redoble sobre la mesa.

—Supongo que no me queda más remedio —suspiró.



Meyerhof dijo a Multivac:

—El ardiente enamorado, que recogía un ramo de flores silvestres para su amada, quedó desconcertado al toparse de pronto en la misma pradera con un gran toro con cara de pocos amigos, el cual, mirándole con fijeza, escarbó el suelo de modo amenazador. El joven, divisando a un campesino al otro lado de la distante valla, gritó: «¡Eh! ¿Es seguro este toro?» El campesino examinó la situación con ojo crítico, escupió de lado y respondió también a voces: «Como seguro, lo está». Y luego de volver a escupir, añadió: «Ahora, yo no diría lo mismo de ti».

Estaba a punto de pasar al siguiente, cuando le llegó el requerimiento.

En realidad, no era un verdadero requerimiento, pues nadie gozaba del privilegio de emplazar a un Gran Maestro, sino un simple mensaje en que el director de la División, Trask, le anunciaba que tendría sumo gusto en ver al Gran Maestro Meyerhof, caso de que Meyerhof quisiera dedicarle algún tiempo.

Meyerhof hubiera podido tirar impunemente el mensaje y proseguir con su ocupación. No estaba sometido a ninguna disciplina.

Por otra parte, de hacerlo así, continuarían molestándole... Con todo respeto, claro, pero continuarían molestándole.

Así pues, neutralizó los circuitos pertinentes de Multivac, colocó el letrero de «ausente» en la puerta de su despacho, de manera que nadie se atreviera a entrar en él, y se dirigió al de Trask.



Trask tosió, un tanto intimidado por la hosca fiereza de la mirada del otro. Luego dijo:

—No habíamos tenido ocasión de conocernos antes, Gran Maestro, y créame que bien a mi pesar.

—Siempre le he mantenido informado —respondió Meyerhof con rigidez.

Trask se preguntaba qué habría tras aquellos ojos vehementes y de aguda inteligencia. Le resultaba difícil imaginarse a Meyerhof, con su magro rostro, su negro y lacio pelo y su aire profundo, relajándose lo bastante como para contar historietas divertidas.

—Los informes no presuponen un trato social. Yo... Me ha parecido comprender que posee usted un caudal maravilloso de anécdotas.

—¿Se refiere a que soy un chistoso? Ésa es la palabra que la gente suele emplear. Un chistoso.

—No emplearon esa palabra conmigo, Gran Maestro. Dijeron...

—¡Al diablo con ellos! No me importa un comino lo que dijeran. Escuche, Trask, ¿quiere oír un chiste?

Se inclinó hacia delante sobre la mesa y entornó los ojos.

—¡No faltaba más! Desde luego —asintió Trask, esforzándose por parecer campechano.

—Muy bien, allá vamos. La señora Jones miró el ticket que había surgido de la báscula en respuesta al penique que su marido había introducido en la ranura y comentó: «George, aquí dice que eres amable, inteligente, sagaz, laborioso y atractivo para las mujeres». Volvió el ticket del otro lado y añadió: «Y para colmo, se ha equivocado también en tu peso...»

Trask rió, incapaz de resistirse. Aunque el golpe era predecible, la sorprendente facilidad con que Meyerhof había remedado el tono de desdén en la voz de la mujer, y la maña con que había retorcido los rasgos de su cara para acoplarlos a aquel tono, hicieron que el político lanzara una irreprimible carcajada.

—¿Por qué lo encuentra divertido? —preguntó Meyerhof secamente.

Trask se contuvo.

—¡Discúlpeme!

—Le he preguntado por qué lo encuentra divertido. ¿Qué es lo que ha motivado su risa?

—Bueno... —manifestó Trask, intentando razonar—. La última parte sitúa bajo una nueva luz todo cuanto precede. Lo inesperado...

—Acabo de pintar a un marido humillado por su mujer —le atajó Meyerhof—, un matrimonio que es un verdadero fracaso, puesto que la mujer está convencida de la falta de toda virtud en su marido. Sin embargo, usted se rió. ¿Lo hallaría tan cómico de ser usted el marido?

Esperó un momento, pensativo. Luego prosiguió:

—Escuche este otro, Trask. Abner, sentado junto al lecho de su mujer, gravemente enferma, lloraba desconsolado, cuando su esposa, haciendo acopio del resto de sus fuerzas, se incorporo sobre un codo. «Abner -murmuró-. Abner, no puedo presentarme ante mi Hacedor sin confesarte mi culpa.» «Ahora no -murmuró a su vez el afectado marido-. Ahora no, querida. Anda, tiéndete y descansa.» «No puedo -replicó ella llorosa-. Debo contarlo. De lo contrario, mi alma no descansará nunca en paz. Te he sido infiel, Abner. En esta misma casa, no hace ni un mes...» «¡Calla, calla, querida! -la tranquilizó Abner-. Lo sé todo. ¿Por qué si no te habría envenenado?»

Trask intentó desesperadamente mantener la ecuanimidad, pero no logró ahogar su risa por entero.

—¿De modo que también le divierte? —dijo Meyerhof—. Adulterio, asesinato... Todo muy divertido.

—Bueno, ya sabe que se han escrito libros analizando el humor...

—Cierto, y he leído buen número de ellos. Más aún, le he leído la mayoría a Multivac. Sin embargo, los autores de esos libros se limitan a sospechar y conjeturar. Algunos afirman que reímos por sentirnos superiores a los seres implicados en el chiste. Otros, que se debe a que uno advierte de pronto la incongruencia, o siente un repentino alivio de la tensión, o reinterpreta de manera imprevista los acontecimientos. ¿Se incluye en todo eso una simple razón? Personas distintas ríen de chistes diferentes. No existe el chiste universal. Y hay seres que no se ríen de ninguno. Sin embargo, hay algo quizá más importante: el hombre es el único animal con verdadero sentido del humor, el único animal que ríe.

—Ya comprendo —dijo de pronto Trask—. Está usted intentando analizar el humor. Por eso transmite a Multivac una serie de chistes.

—¿Quien le dijo que lo estaba haciendo...? Olvídelo, fue Whistler. Ahora lo recuerdo. Me sorprendió ocupado en esa tarea. ¿Y qué hay con eso?

—Nada en absoluto.

—Supongo que no discutirá mi derecho a añadir cuanto desee al caudal general de conocimientos de Multivac o a formularle cualquier pregunta que desee...

—No, no, de ninguna manera —se apresuró a negar Trask—. A decir verdad, no me cabe duda alguna de que con ello abrirá el camino a nuevos análisis, de gran interés para los psicólogos.

—¡Humm! Tal vez. Hay otra cosa que me importuna, algo más importante que el análisis general del humor. Una pregunta específica que deseo hacer. Dos, en realidad.

—¿Ah, sí? ¿En qué consisten?

Trask se preguntó si el otro accedería a responder. No había medio alguno para forzarle en caso de que no lo deseara. Pero Meyerhof le explicó:

—La primera pregunta es la siguiente: ¿de dónde proceden todos esos chistes?

—¿Cómo?

—Sí, ¿quién los compone? Escuche, hace cosa de un mes, me pasé toda una velada intercambiando chistes. Como de costumbre, yo conté la mayoría de ellos, y también como de costumbre los tontos se rieron. Acaso pensaban en efecto que tenían gracia o tal vez deseaban animarme. En todo caso, un individuo se tomó la libertad de darme una palmada en la espalda, asegurando: «Meyerhof, sabe usted diez veces más chistes que ninguno de mis conocidos». Creo que decía la verdad, pero sus palabras suscitaron en mí un pensamiento. No sé cuántos cientos o acaso miles de chistes habré contado en una u otra época de mi vida. Sin embargo, el hecho es que jamás inventé ninguno. Ni siquiera uno. Sólo los repito. Mi única contribución se reduce a contarlos. La primera vez, los oigo o los leo. Y la fuente de mi audición o de mi lectura tampoco ha compuesto esos chistes. No he encontrado nunca a nadie que pretendiera ser el autor de un chiste. Siempre dicen lo mismo: «Oí uno muy bueno el otro día...» O bien: «Recientemente me contaron algunos muy buenos...» ¡Todos los chistes son viejos! A eso se debe que resulten tan atrasados y tan fuera de la realidad social. Tratan aún del mareo, por ejemplo, cuando este mal se previene fácilmente en nuestros días, por lo que no se experimenta nunca. O bien de esas básculas de las que sale un ticket con el horóscopo, como las del chiste que le he contado, siendo así que tales máquinas no se encuentran ya más que en las tiendas de antigüedades. De manera que, ¿quién compone los chistes?

—¿Es eso lo que intenta descubrir? —preguntó Trask.

Y aunque tuvo en la punta de la lengua añadir: «¡Cielo santo! ¿Y a quién le importa nada esa cuestión?», reprimió el impulso. Las preguntas de un Gran Maestro estaban siempre repletas de significado.

—Desde luego que es eso lo que intento descubrir. Enfóquelo de esta manera. No hay problema en que los chistes sean viejos. Al contrario, deben serlo para disfrutar de ellos. La originalidad no entra en el chiste. Existe una variedad de humor en la que cabe la originalidad, el juego de palabras. He oído algunos que evidentemente fueron compuestos siguiendo la inspiración del momento. Hasta yo he hecho algunos. Pero nadie se ríe de tales juegos de palabras. Uno gruñe. Y cuanto mejor sea el juego de palabras, más alto será el gruñido. El humor original no provoca la risa. ¿Por qué?

—Le aseguro que no lo sé.

—Muy bien, pues averigüémoslo. Después de dar a Multivac toda la información que consideré conveniente sobre el tópico general del humor, he pasado a suministrarle chistes selectos.

—¿Selectos en qué sentido? —preguntó Trask intrigado.

—No lo sé —respondió Meyerhof—. Advierto que son buenos, simplemente. Ya sabe que soy Gran Maestro...

—Sí, sí, de acuerdo.

—A partir de esos chistes y de la filosofía general del humor, mi primera solicitud a Multivac será que descubra el origen de los mismos, siempre que pueda. Puesto que Whistler ha metido sus narices en esto y ha creído adecuado informarle a usted, pasado mañana le transmitiré el análisis que deseo. Me parece que va a tener trabajo para rato...

—Seguro. ¿Puedo asistir yo también?

Meyerhof se encogió de hombros. Con toda claridad, la asistencia o no asistencia de Trask le tenía sin cuidado.



Meyerhof había elegido el último de la serie con particular cuidado. No sabría decir en qué consistía ese cuidado, pero había revuelto en su cerebro una docena de posibilidades y las había sometido a reiteradas pruebas respecto a una cualidad indefinible de intención y de significado. Dijo:

—Ug, el cavernícola, observó a su compañera, que corría hacia él deshecha en llanto, con su falda de piel de leopardo en desorden. «¡Ug! -clamó frenética-. Haz algo en seguida. Un tigre de dientes de sable ha entrado en la caverna de mamá. ¡Haz algo, te digo!» Ug gruñó, tomó su bien afilado hueso de búfalo y respondió: «¿Por qué he de hacer nada? ¿A quién le importa lo que le suceda a un tigre de dientes de sable?»

Fue entonces cuando Meyerhof formuló sus dos preguntas. Se echó luego hacía atrás y cerró los ojos, fatigado.



—No vi absolutamente nada malo en ello —dijo Trask a Whistler—. Me confesó con toda claridad y de buen grado lo que estaba haciendo. Lo encontré singular, pero legítimo.

—Lo que él pretendía estar haciendo —corrigió Whistler.

—Aun así, no puedo obstruir la tarea de un Gran Maestro basándome sólo en una opinión. Parece un poco raro, pero después de todo se supone que lo son todos. No creo que esté loco.

—Emplea a Multivac para descubrir el manantial de los chistes —murmuró desconcertado el analista jefe—. ¿Y no supone eso estar loco?

—¿Cómo asegurarlo? —preguntó a su vez Trask con irritación—. La ciencia ha avanzado hasta el extremo de que las cuestiones plenas de significado resultan ridículas. Las que poseen un sentido han sido pensadas, preguntadas y respondidas hace tiempo.

—No sirve para nada. Y eso me fastidia.

—Tal vez, pero no hay alternativa, Whistler. Veremos a Meyerhof, y usted podrá hacer los necesarios análisis de las respuestas de Multivac, si las hay. En cuanto a mí, mi única tarea se reduce a reunir el expediente. ¡Dios mío, si ni siquiera sé en qué consiste el trabajo de un analista como usted, a excepción de analizar! Y eso no me ayuda en nada.

—Pues es bastante sencillo —replicó Whistler—. Los Grandes Maestros como Meyerhof formulan las preguntas, y Multivac las reduce automáticamente a cantidades y operaciones. La maquinaria precisa para convertir las palabras en símbolos ocupa la mayor parte del volumen de Multivac. Multivac da después la respuesta en cantidades y operaciones, sin traducirla en palabras, excepto en los casos más simples y rutinarios. De diseñarlo para resolver el problema general de la traducción, su volumen habría de cuadruplicarse, cuando menos.

—Ya. Así pues, a usted le corresponde la tarea de traducir esos símbolos en palabras, ¿cierto?

—A mí y a otros analistas... En caso necesario, empleamos ordenadores más pequeños y especialmente diseñados al efecto. —Whistler sonrió con una mueca—. Al igual que las sacerdotisas délficas de la antigua Grecia, Multivac nos proporciona oráculos y oscuras respuestas. Sólo que, como ve, disponemos de traductores.

Habían llegado ya. Meyerhof les esperaba.

—¿Qué circuitos emplea usted, Gran Maestro? — preguntó Whistler vivamente.

Meyerhof se lo dijo, y Whistler se entregó a su tarea.



Trask intentó seguir el proceso, pero nada de aquello revestía el menor sentido para él. El representante del gobierno vio devanarse un carrete con una serie de perforaciones de infinita incomprensibilidad. El Gran Maestro Meyerhof aguardaba indiferente a un lado, mientras Whistler examinaba la plantilla a medida que emergía. El analista se había puesto unos auriculares y un micrófono ante la boca. De cuando en cuando, murmuraba una serie de instrucciones que guiaban a sus ayudantes, al frente de otros ordenadores electrónicos en algún lugar distante.

Whistler escuchaba ocasionalmente, y a continuación perforaba combinaciones en un complejo tablero, marcado con símbolos que se asemejaban de un modo vago a signos matemáticos, pero que no lo eran.

Pasó mucho más de una hora. El fruncimiento del entrecejo de Whistler se fue haciendo más marcado. En cierta ocasión, alzó la vista hacia los otros dos, empezó a decir: «¡Esto es increí... !», y volvió de nuevo a su trabajo.

Por último, anunció con voz ronca:

—Puedo darles ya una respuesta no oficial. —Sus ojos estaban ribeteados de un virulento color rojo—. La respuesta oficial habrá de esperar al análisis completo. ¿Desean la no oficial?

—Dígala —respondió Meyerhof.

Trask asintió a su vez. Whistler lanzó una avergonzada mirada al Gran Maestro.

—Parece cosa de locos... Multivac afirma que son de origen extraterrestre.

—¿Cómo dice? —preguntó Trask.

—¿Es que no me ha oído? Los chistes que reímos no fueron compuestos por ningún hombre. Multivac ha analizado todos los datos, y la única respuesta que concuerda con los mismos es que alguna inteligencia extraterrestre ha compuesto los chistes..., todos ellos..., y los ha infundido en mentes humanas seleccionadas, en épocas y lugares escogidos, de tal modo que persona alguna tiene conciencia de haber compuesto ninguno. Y todos los chistes siguientes son variantes menores y adaptaciones de aquellos grandes originales.

Meyerhof, con el rostro resplandeciendo por el orgullo que sólo puede conocer un Gran Maestro que, una vez más, ha formulado la pregunta debida, prorrumpió:

—¿Así que todos los escritores de comedias no hacen sino retorcer los antiguos chistes para ajustarlos a los nuevos propósitos? Ya sabíamos eso. La respuesta encaja.

—¿Pero por qué? —preguntó Trask—. ¿Por qué crearon los chistes?

—Multivac dice que el único propósito que concuerda con todos los datos es el estudio de la sicología humana. Nosotros estudiamos la sicología de las ratas obligándolas a encontrar su camino en un laberinto. Las ratas ignoran por qué. Y aun si se dieran cuenta de lo que pasa, que no se la dan, tampoco lo sabrían. Esas inteligencias exteriores estudian la sicología del hombre, anotando las reacciones individuales con respecto a anécdotas cuidadosamente seleccionadas... Sin duda esas inteligencias exteriores comparadas con nosotros nos superan tanto como nosotros a las ratas...

Whistler se estremeció. Trask, con la mirada fija, apuntó:

—El Gran Maestro dijo que el hombre es el único animal con sentido del humor. Al parecer, el sentido del humor nos viene de fuera.

Meyerhof añadió muy excitado:

—Y ante el único humor creativo que poseemos, no reaccionamos con la risa. Me refiero a los juegos de palabras.

—Parece como si los extraterrestres eliminasen las reacciones a los chistes espontáneos, para evitar la confusión —opinó Whistler.

—¡Vamos, vamos! —intervino Trask, sumido en una súbita agonía espiritual—. ¡Santo Dios! ¿De verdad se creen eso?

El analista le miró fríamente.

—Multivac así lo afirma. Por ahora, no puede decirse nada más. Ha señalado a los verdaderos chistosos del universo. Si deseamos saber más, habrá que proseguir la investigación. —Y añadió en un murmullo—: Si alguien se atreve a proseguirla.

El Gran Maestro Meyerhof dijo de pronto:

—Como usted sabe, formulé dos preguntas. Y puesto que ha sido respondida la primera, creo que Multivac cuenta con los datos suficientes para contestar a la segunda.

Whistler se encogió de hombros. Parecía un hombre a punto de derrumbarse.

—Si el Gran Maestro cree que hay datos suficientes, tendré que tomarlo en consideración. ¿Cuál fue la segunda pregunta?

—Pregunté lo siguiente: ¿Cómo reaccionará la raza humana al recibir la respuesta a la primera pregunta?

—¿Y por qué preguntó eso? —se interesó Trask.

—Sólo porque tuve la sensación de que debía preguntarlo.

—¡Demencia! ¡Pura demencia! —exclamó Trask.

Mientras se apartaba de los demás, pensó en cuán extrañamente habían cambiado de postura él y Whistler. Ahora, era él quien pretendía explicarlo todo por la demencia. Cerró los ojos. Por mucho que se empeñase en afirmar que Meyerhof estaba loco, ningún hombre en cincuenta años había dudado de la combinación de un Gran Maestro y Multivac. Todas las dudas habían quedado solventadas.

Whistler se entregó de nuevo a su trabajo, en silencio y con los dientes apretados, poniendo en marcha otra vez a Multivac y sus máquinas complementarias. Pasó otra hora, al cabo de la cual, estalló en una ronca carcajada.

—¡Una delirante pesadilla! —exclamó.

—¿Cuál es la respuesta? —preguntó Meyerhof—. Quiero las observaciones de Multivac, no las suyas.

—Conforme. Aquí la tiene. Multivac manifiesta que en cuanto un simple humano descubra la verdad, este método de análisis psicológico de la mente humana se convertirá en inútil como técnica objetiva para los poderes extraterrestres que ahora la emplean.

—¿Quiere decir que ya no habrá más chistes transmitidos a la humanidad? —preguntó débilmente Trask—. ¿O qué quiere decir?

—No más chistes —repuso Whistler—. ¡A partir de ahora! Multivac dice ahora. El experimento ha terminado ahora. Habrán de introducir una nueva técnica.

Se miraron con fijeza. Pasaron los minutos, hasta que por fin Meyerhof dijo lentamente:

—Multivac tiene razón.

—Lo sé —asintió vacilante Whistler.

Incluso Trask añadió en un murmullo:

—Sí. Así debe ser.

Fue Meyerhof quien aportó la prueba efectiva, Meyerhof, el consumado chistoso.

—Todo pasó, sí, todo pasó. Hace cinco minutos que lo intento y no se me ocurre un simple chiste, ni uno sólo. Y si leyera uno en un libro, no me reiría, lo sé.

—El don del humor se ha desvanecido —dijo Trask lleno de melancolía—. Ningún ser humano volverá a reír jamás.

Y los tres permanecieron allí, con la mirada fija, sintiendo reducirse el mundo a las dimensiones de una experimental jaula de ratas... Habían retirado el laberinto, y algo..., algo sería puesto en su lugar...