Capítulo 11 (Capítulo 14 en la versión final en ePub)

El ocaso empezaba a teñir de fuego escarlata el cielo del oeste.

Maveria había llegado al campamento forzando la marcha de su obediente saurio, evitando los caminos, rodeando las trochas en favor de las pendientes y riscos de las rocosas rojas. Ahora, a muchas leguas del Paso de Gayena y sentada sobre el reptil, miraba desde lo alto de un cerro el gran hueco oscuro que se adentraba casi en vertical en la piedra. Quien bajara por todo ese largo túnel llegaría a una cámara cristalina creada por los misteriosos prodigios de la naturaleza: una colosal geoda.

El campamento se hallaba oculto en esa cámara.

El aire empezaba a enfriar la piel y el saurio acusaba tanto cansancio y sopor como ella. La trilladora sabía que era mejor descender cuanto antes, pero tenía un mal presentimiento. Había algo extraño en el entorno, en el silencio y en el olor de la estepa.

Olía almizcle y se sentía vigilada.

Esperó ante el túnel observando las superficies a su alrededor, midiendo la inclinación de los tallos de los arbustos, sopesando la disposición de las pequeñas piedras. En suma, buscando indicios de movimiento reciente y de la posible ubicación de su acechador.

A veinte pasos a su izquierda halló una pista: una puntiaguda piedra baja que emergía del suelo tenía rota la punta. Faltaba un trocito en lo alto, el cual revelaba el corazón blanco de la montaña. Los cerros de las rocosas eran antiguos, pero en realidad no eran rojos. Su núcleo era casi todo piedra blanca llamada albayalde, la capa de mineral rodeno que la recubría le confería ese color.

Algo duro había golpeado esa roca y había arrancado una esquirla.

Siguió con la mirada la dirección del corte y halló muy cerca una línea rosada en la roca del suelo, una fina muesca que serpenteaba hasta perderse tras un gran peñasco. Maveria se sonrió. Era la muesca de la vaina de un torpe espadachín al caminar agachado.

—¡Sal de detrás de esa peña o te echo al saurio! - gritó.

No hubo respuesta, pero oyó a alguien arrastrando brevemente los pies tras la roca.

—¡Puedo oírte a leguas de distancia! - insistió ella.

Oyó como respuesta unos pasos que se alejaban lentamente de la roca.

«¡Será cobarde!,» pensó.

Apretó los dientes y agarró con fuerza las riendas. Se lanzó con el saurio en pos del furtivo. Con cuatro raudas zancadas, el saurio llegó a lo alto del peñasco que había servido de parapeto y Maveria sorprendió al torpe furtivo a plena vista.

La figura era humana y caminaba agachada como si luchara contra una ventisca. Tenía echada sobre la cabeza una larga y apestosa piel parda de oso o similar, cuyos faldones arrastraba ruidosamente por la roca. Iba dejando un surco rosado allí donde la vaina rozaba conspicuamente el suelo. Ni siquiera había oído al saurio subirse a la peña, pues seguía su ridículo avance con total convicción hacia ningún lugar en particiular.

En otras circunstancias, Maveria habría sentido lástima. Apuntó con las riendas hacia la figura y dio la orden al saurio con un movimiento del talón. El animal se impulsó en la roca y cayó sobre su presa sin misecordia. Empujó la espalda de la figura con una zarpa de largos dedos y la aplastó de bruces contra la roca, inmovilizándola al instante.

Los desesperados gruñidos que surgieron de debajo de esa pata eran de hombre. —Gghhh... rindo, ghh, piedad... ggh respeto... ggh... - de debajo de la pata del saurio emergieron dos desnudos brazos flexionados cuyas palmas se agitaban en el aire en señal de urgente capitulación. —Ghh, me rindo ... ghh, me someto.

—¿Eres sordo acaso? - le reprendió Maveria inclinándose hacia el hombre desde la silla.

—Ghhh... no... ghhh, me... matéis, ghhh.

—¡Que si eres sordo! - ordenó al reptil que aplastara menos para dejar hablar al hombre.

El hombre dejó caer las manos en el suelo con un suspiro y respondió: —No. Os oigo muy sana. - tomó aire y continuó con una agradable voz de tenor: —Egregia dama. Erdián es mi nombre, soy sagaz juglar y escaldo, solo un viajero barbián que acepta oro o un buen caldo.

Maveria alzó incrédulas cejas y abrió la boca para preguntar algo, pero el alcance de su inmediata curiosidad competía a tantas disciplinas diferentes que quedó atontada por sus propios pensamientos.

Erdián ocupó la pausa refunfuñando: —Si no es pedir asaz molestia a su feroz ira gualda, ¿podéis retirar la bestia que me está aplastando la espalda?

Maveria dudó un segundo antes de obedecer, sin saber muy bien por qué. ¿Era lástima? ¿Curiosidad? ¿Fatiga? Mandó al saurio dar un paso atrás y apartar la opresiva zarpa. El hombre se levantó ciñéndose al cuerpo la ominosa piel y ocultando los brazos dentro. Dio media vuelta para alzar la vista hacia ella y dar las gracias con una leve reverencia.

Al verlo de pie, notó que el hombre era alto, delgado y caminaba descalzo. La apestosa y gruesa piel le cubría todo el cuerpo desde el cuello hasta los tobillos. Él la encaraba con servil sonrisa y ojos complacidos con lo que veían. Parecía joven, pero no mucho más joven que ella. Su sudoroso rostro tenía el tono rojizo de quien, de costumbres más bien nocturnas, se había tostado al sol. Tenía pronunciada barbilla y pómulos, gruesos labios, larga y fina nariz. La barba era de varios días. Su pelo castaño, largo hasta los hombros, tenía restos pegados de tierra y algunas ramitas. La vaina de una espada asomaba inclinada por detrás de su extraño abrigo invernal.

El crepúsculo avanzaba tendiendo una manta de cansancio sobre los hombros de Maveria y del saurio. La idea de llegar al campamento y reposar la tentaba lastrándole los párpados.

—¿Por qué me seguías, Ardán? - preguntó ella sin mucho entusiasmo.

Él sacó un brazo para alzar un dedo: —Erdián, su némesis de la arpía. Viajero bardo y barbián. - escondió el brazo bajo la piel. —Y yo no os seguía. - miró al cielo como si buscara algo que hubiera perdido allí, —Oh, llega el plenilunio, - la miró de nuevo asintiendo hacia la piel que vestía, —y no llevo atuendo por un cierto infortunio. ¿Sabéis, por azar, de taberna para... ?

—¿Vas armado? - interrumpió ella.

Erdián abrió la la mitad derecha de la piel mostrando su delgado pero fibroso cuerpo, totalmente desnudo salvo por un talabarte del que pendía una vaina vacía. —No llevo arma de muerte desde la noche pasada. - se cubrió el cuerpo de nuevo y sintió necesidad de explicarse: —Pero fue por mala suerte que me robaron la espada. No creáis que de ordinario...

—Tu acento es cratano, ¿qué hace un... ? - la extraña forma de hablar del hombre la confundía. Nunca había oído a nadie usar muchas de esas palabras. —¿... un lo que seas en las rocosas del norte?

El hombre miró a su alrededor y frunció el ceño, mascullando. —Si esto son las rocosas del norte, - sacó un brazo moviendo un dedo hacia Maveria con sospecha, sin dejar de mirar el paisaje. —y vos conserváis la sesera, - se giró y alzó la vista hacia ella, moviendo una mano en señal de total ignorancia, —o llegué por arcano transporte o aún duermo con Briyet, la mesera.

Juzgando que el hombre no presentaba mayor amenaza para ella que para sí mismo, y que en aquel lugar particular no era deseable tener rondando a un chiflado de tal escala, le indicó que subiera a la silla a su lado.

Mientras descendían por el túnel hacia el campamento, él le preguntó:—¿Y tiene nombre mi guía y cardán, justa dama en idea y materia? Por...

Ella rió por cansancio, diciendo: —Oh, mi justo y cardán Erdián, podéis llamarme Maveria.

[Fin cap.11]