ASTRONAUTAS MUERTOS (Patrick Whittaker, 2009)
Ganador del Premio al Mejor Relato de la British Fantasy Society.

Era domingo por la mañana, el día de la semana favorito de Ed Morgan. Libre de la tiranía de la alarma del despertador, vagaba sobre suaves corrientes en esas aguas tranquilas que hay entre el sueño y la vigilia. Mary, su esposa, le trajo una taza de té.

Ed se sentó erguido reluctantemente y aceptó la taza. Recordó mostrar su gratitud con una sonrisa.

"Hay un astronauta muerto en el césped", dijo ella.

Ed suspiró. "Otro no".

"Llamaré al consejo, ¿te parece?"

"¿En domingo?"

"No podemos dejarlo ahí. ¿Qué van a pensar los vecinos?"

«Que les cuelgue a los vecinos», pensó Ed. «Pandilla de esnobs, todos ellos».

En voz alta, dijo: "Lo llevaré al vertedero después podar las rosas y cortar la hierba".

"¿Cómo vas a cortar la hierba con un astronauta encima de ella?"

"De acuerdo. Voy a podar las rosas, depositar al astronauta y después cortar la hierba. ¿Feliz?"

"No hace falta que uses ese tono conmigo, Edward Morgan".

"Lo siento, amor. Es que esto es interminable. Primero que si la infestación de la mosca verde. Me deshago de eso y ¿qué pasa? Mis rosas enferman de punto negro. Derroto el punto negro y ahora estoy plagado de astronautas muertos. Esto es suficiente para desesperar a un hombre".

"¿No puedes hacer nada para mantenerlos fuera del césped?"

"¿Qué sugieres? ¿Una red para pájaros?"

"Ahora estás siendo sarcástico".

"Ojalá supiera de dónde vienen".

"Del espacio exterior apostaría yo", dijo Mary abriendo las cortinas. "Desayunamos en diez minutos".

Ed aún iba en pijama y a medio camino con sus copos de maíz cuando sonó el timbre de la puerta. Como siempre, se contentó con dejar que Mary respondiera. Pero ella echó un vistazo por la mirilla y corrió escaleras arriba.

"Maldito Lacey", murmuró Ed soltando con disgusto la cuchara antes de irrumpir por el pasillo. Lo que le faltaba: otra visita del metomentodo del barrio. Se tensó el cinturón de la bata y abrió la puerta. "Oh, señor Lacey. Qué agradable sorpresa".

El ceño del señor Lacey se frunció. Él no estaba seguro, pero pensó haber detectado un indicio de sarcasmo. "No pretendo entrometerme en tus asuntos, buen muchacho, pero parece que hay un astronauta muerto en tu césped".

"Soy muy consciente de ello, señor Lacey".

"Ese es el sexto, ¿no?"

"Séptimo".

"No me corresponde a mí dictar qué debe o no debe tener un muchacho en su jardín, y estoy totalmente a favor de la individualidad, pero ¿no crees que estás dejando caer el lado?

"¿Y qué lado sería ese?"

"El barrio. La avenida Acacia es lo que los agentes inmobiliarios llaman aspiracional. En otras palabras, la gente aspira a vivir aquí. Lo cual es lo que mantiene altos los precios de las propiedades y alejada a la chusma. ¿Pillas mi onda?"

"En realidad no".

"¿No podrías al menos taparlo o disfrazarlo de algún modo?"

"Estaba pensando en convertirlo en una fuente de agua. ¿Serviría eso?"

El señor Lacey sonrió."¡Espléndida idea! A todo el mundo le gustan las fuentes de agua".

"Bueno, me alegro de que hayamos resuelto eso".

"Siempre es mejor sacar estas cosas abiertamente".

Ed cerró la puerta y volvió a sus copos de maíz.

"¡Hola, tío Ed!"

"¿Podemos jugar con el astronauta muerto?"

"¿Podemos? ¿Podemos?"

Había algo en las gemelas Poulson que hacía que Ed quisiera vomitar. Le había dicho repetidamente a Mary que no les permitiera entrar en su jardín trasero y allí estaban de nuevo, rodillas roñosas y huecos entre los dientes, con sus vestidos de lino de cuadros a juego.

"Claro", dijo Ed quitando un marchito capullo de rosa con sus tijeras de podar. "Servíos vosotras mismas".[1]

Las dos niñas de siete años fruncieron el ceño y se lanzaron idénticas miradas una a la otra.

"¿Cómo?", vocalizó Miranda; quien, siendo nueve minutos más joven que Esmeralda, naturalmente difirió a su hermana mayor.

Esmeralda se encogió de hombros. "No creo que haya querido decir lo que ha dicho", susurró ella. "Como cuando mamá le dice a papá que se vaya a ahorcarse".

"Entonces ¿no tenemos que noquearnos a nosotras mismas?"

"No."

"Ah, bien. Porque creo que eso podría doler un poco".

Con todas las ideas de provocarse la inconsciencia retiradas de sus mentes, las gemelas Poulson volvieron su atención al astronauta muerto. Este yacía boca arriba en medio del césped del tío Ed, brazos y piernas en jarras. Como todos los demás, este tenía una estrella azul en la manga derecha del traje espacial con un nombre debajo.

Las chicas se sentaron en el césped.

Esmeralda señaló la primera letra del nombre. "Esa es una letra C", dijo ella.

Miranda asintió afirmativamente. "Y la siguiente es una z".

"Y esa es una y".

"Y una r."

"Y una n y una o y una k."

Las gemelas tuvieron que pensar un poco. Mostraban los dientes inferiores porque eso era lo que hacía papá cuando estaba pensando, también se rascaban la cabeza.

Esmeralda tuvo la primera idea. "¡Kizzernuk!"

Miranda sacudió la cabeza. "No es así. Creo que es más como Kerzinoky".

"¡Kizzernoky!"

"¡Kerzinuk!"

"Kuzzernuk!"

"¡Vamos a preguntárselo al tío Ed!"

«Mejor será que no», pensó Ed. Observó cómo el sol brillaba en las cuchillas de sus secateurs y lo afiladas que eran esas cuchillas. Y qué pálidas eran las gemelas y qué fácil sería encontrar sus venas yugulares.

Mary apareció desde la cocina con una bandeja llena de golosinas. "¿A quién le apetece limonada y galletas?"

"¡A mí!" gritaron las gemelas al unísono. Corrieron hacia la mesa del patio donde Mary dejó la bandeja.

"Tía Mary."

"¿Sí, Esmeralda?"

"¿Cómo se dice C-z-y-r-n-o-k?"

"Czyrnok."

"Es un nombre raro".

"Debe de ser extranjero", dijo Miranda. "Todos los hombres del espacio del tío Ed han sido extranjeros".

"Excepto Smith", dijo Esmeralda. "No creo que Smith sea un nombre extranjero".

Dejando a las chicas parlotear inanemente mientras se servían limonada y galletas, Mary Morgan se acercó al astronauta muerto. Así que tenían nombres, ¿no?, estos jóvenes que no paraban de cayer del cielo.

Miró el oscurecido visor del casco del astronauta y vio reflejado en él un panorama que captaba el cielo, la casa y el jardín. «Bienvenido a mi mundo, Starman», pensó ella. «A la vida de la señora Aburrida Ama de Casa Suburbana que pasea en frenéticos círculos como un oso polar en un zoo.

Mary Morgan tenía dos semanas menos de la cincuentena. Sus hijos habían volado el nido. Ella y su esposo se habían convertido mucho tiempo atrás en personas que ella apenas reconocía. «¿Qué pasó», se preguntó ella, «con esos jóvenes que celebraron su compromiso en moto por los Alpes suizos? ¿Los que fumaban marihuana bajo las estrellas mientras escuchaban The Clash en Radio Luxemburgo y que juraban no llegar a ser nunca como sus padres?»

«Suburbia está llena de trágicos imagos como nosotros: hermosas orugas que crecieron para convertirse en mariposas incoloras.»

Arrodillándose, presionó el rostro contra el visor. A través del cristal oscuro pudo distinguir rasgos asiáticos, posiblemente mongoles o nepaleses.

«Ojalá me hubiera casado con alguien como tú», pensó ella. «Alguien apuesto y valiente y sin miedo a alcanzar las estrellas.»

Y luego se dio cuenta de que se había casado con tal persona, pero a él nunca se le había dado la oportunidad de viajar en una nave cohete y morir antes de caer de regreso a la Tierra. «Si este astronauta hubiera vivido, ¿en qué se habría convertido dentro de treinta años? ¿En otro Ed Morgan? ¿Otro contable senior que poda rosas en un jardín trasero suburbano?»

"¿Mary? ¿Estás bien?"

Ella alzó la vista para encontrar a Ed de pie sobre ella, secateurs en mano. "Estoy bien, querido. Solo quería verle la cara".

"Pelín macabro, ¿no?", dijo el hombre que solía coleccionar cráneos de animales. "He terminado con las rosas, pero voy a dejar el césped para después del almuerzo. Las hortensias me están pidiendo atención".

El almuerzo se sirvió en la mesa del patio. Afortunadamente, para cuando Ed se sentó a comer embutidos y baguettes, las gemelas Poulson se habían ido a molestar a algún otro desafortunado habitante de la avenida Acacia.

El astronauta muerto ahora llevaba una falda improvisada con un mantel. Las gemelas habían usado lápiz de labios para dibujarle una cara sonriente en el visor. Según Mary, habían estado jugando a médicos y enfermeras.

Mientras Ed se ocupaba de incrustar jamón y pepinillo en una baguette, sonó el timbre de la puerta y Mary fue a contestar. Regresó con un hombre bajito con bombín.

"Brady", dijo el hombre a modo de presentación, colocando su maletín sobre la mesa. "Departamento de Saneamiento".

"Es del consejo", dijo Mary.

"Se me ha llamado la atención, señor Morgan, que usted ha estado sacando su basura de una manera que no está de acuerdo con las regulaciones del consejo".

La espalda de Ed se puso rígida. Que un "camisa de felpa" entrara marchando en su jardín en domingo y le acusara de transgredir los estatutos locales era un poco fuerte, por decir lo menos.

"Voy a dejarle que se libre esta vez con una advertencia", dijo Brady. "Pero en el futuro, asegúrese de que toda la basura se coloque en el contenedor correcto".

El más pequeño de los pequeños Hitler abrió su maletín repleto de folletos. Seleccionó y sacó uno encabezado con: «Tu basura y Tú». "Tómese tiempo para estudiar esto, señor Morgan. El contenedor rojo es para vidrio. El contenedor azul es para plástico. Blanco para papel y cartón. Verde para residuos orgánicos. Y amarillo para todo lo demás".

"¿Y me está diciendo esto porque..?"

"La semana pasada fue encontrado un astronauta muerto en su contenedor verde."

"¿Y un astronauta no es orgánico?"

"Debería haberse retirado el traje y colocado en el contenedor amarillo".

"¿Y por eso no vaciaron mi contenedor verde?"

"Nuestros ingenieros de saneamiento tienen estrictas instrucciones de no vaciar un cubo de basura si no pueden cerrar la tapa. Recordará usted que las piernas de su astronauta sobresalían del contenedor verde, por lo que no se podía cerrar." Brady extrajo otro folleto de su maletín. Lo colocó sobre la mesa junto al primero."Este folleto le dice cómo deshacerse de los artículos voluminosos. Si llama a la Línea de Ayuda de Artículos Voluminosos, podemos organizar una recogida especial para todo lo que no quepa en un contenedor del consejo de regulación".

"Por un precio".

"Uno muy razonable".

Aunque exteriormente tranquilo, Ed estaba luchando contra el impulso de hacerle al Sr. Brady lo que le había hecho a sus rosas. "Según el último correo basura no solicitado que me envió el consejo, una parte considerable de mi impuesto municipal se destina a pagar la retirada de mi basura. No veo por qué debería tener que soltar cincuenta libras adicionales cada vez que aterriza un astronauta muerto en mi césped".

"Tengo que advertirle que cualquier futuro incumplimiento del protocolo con respecto a la retirada de basura será tratado como un delito criminal."

"¡Criminal!" siseó Ed. "¿Desde cuándo es criminal para un inglés meter la basura en su propio cubo de basura?"

El Sr. Brady, del Departamento de Saneamiento, sabía por experiencia que ahora era el momento óptimo para partir. Había informado al señor Morgan de su transgresión y le había entregado dos folletos para aclarar más el asunto. Deber cumplido. La mecha, como le gustaba decir a los aprendices, ya estaba encendida. No tenía sentido quedarse a ver los fuegos artificiales.

"Adiós, señor Morgan. Señora Morgan. Espero que haya encontrado instructiva nuestra pequeña charla". Brady cerró su maletín y entornó miopemente los ojos hacia el astronauta muerto. Se quitó el sombrero. "Un placer conocerla, madam".

Y salió marchando para arruinarle el domingo a otra persona.

El césped de Ed Morgan no se cortó ese día. Sus hortensias fueron dejadas a su suerte y los azafranes que había planeado plantar se quedaron en el cobertizo de las macetas.

La visita del señor Brady había destrozado la tranquilidad del domingo de Ed de una manera que ni siquiera las gemelas Poulson podían estar cerca de igualar.

Ya era suficiente. Era hora de tomar medidas.

Si nunca has tenido que manipular el cadáver de un astronauta completamente equipado para meterlo en la parte trasera de una camioneta, no tienes idea de lo difícil que es. Aparte del hecho de que un traje espacial pesa más de treinta y cinco kilos, es un artículo bastante voluminoso. Añade a eso un incooperante cadáver y ya la has liado.

Le llevó a Ed toda una sudorosa y agotadora media hora que el astronauta se subiera detrás en el Volvo y se sentara derecho. Había habido una raya de clorofila en el casco que Mary habido insistido en limpiar con Cristasol.

"Es el hijo de alguien", había dicho ella en respuesta a las objeciones de Ed. "¿Cómo te sentirías si uno de nuestros hijos fuese enterrado con una mancha de hierba en el casco?"

"No lo van a enterrar. Se va al vertedero de basura".

"Es lo mismo".

Sintiendo que había hecho algo para hacer del mundo un lugar mejor, Mary regresó a la casa y se embarcó en una limpieza no programada por la casa.

Ed comprobó que el cinturón de seguridad del astronauta muerto estaba bien abrochado. "Tendrás que disculpar a mi esposa", dijo él hablando a la cara sonriente que permanecía pintada en el visor del astronauta. "Echa de menos a nuestros hijos, eso es todo".

Después de comprobar que la guantera estaba equipada con suficientes caramelos Werther's Originals para todo el viaje, Ed se dirigió a las instalaciones de reciclaje del consejo.

Jimmy Boyd era un cliché pubescente, el tipo de personaje que un escritor perezoso podría inventar para lograr un efecto cómico. Un desdichado por el acné con voz propensa a modular a través de tres octavas en una sola oración, aún no había besado a una chica y mucho menos hacer ninguna de esas cosas desagradables que había visto en Internet. En resumen, Jimmy era un campo de batalla donde la culpa católica chocaba cuernos con los dictados de las hormonas adolescentes.

"¡Señor!", graznó. "No puede poner eso ahí dentro".

Ed estaba a punto de depositar a su astronauta muerto en un gran contenedor marcado como RESIDUOS ORGÁNICOS. Las moscas zumbaban alrededor de su cabeza. El hedor a materia en descomposición flotaba en el aire.

El corazón de la instalación de reciclaje era un gran agujero en el suelo que había comenzado como el cráter de una bomba de la Segunda Guerra Mundial y ahora estaba lleno de contenedores del tamaño de un bungalow. Una carretera rodeaba el cráter. Gente de todo el barrio tiraba dentro de los contenedores televisores, muebles y demás víctimas de la obsolescencia programada. Para muchos eso era un día de excursión en familia.

Ed soltó a su astronauta sobre el asfalto. "No voy a discutir contigo", le dijo al desastre de hormonas que era Jimmy Boyd. "Yo he cumplido con mi deber cívico. A partir de aquí es problema vuestro".

Y con eso, brincó dentro del Volvo y salió conduciendo.

Jimmy giró hacia la cabaña de madera donde su jefe pasaba los días bebiendo tazas de té con leche. "¡Señor Sellers!", le graznó. "¡Tenemos otro!"

Ed Morgan condujo hasta un centro comercial. Compró seis cámaras digitales, dos cámaras de video, un telescopio de diez centímetros, tres micrófonos, ocho detectores de movimiento, una mira de visión nocturna, binoculares y un capazo de otros chismes electrónicos que pudieran o no servir a su propósito.

Mary Morgan no estaba acostumbrada a tener la cama para ella sola. Extrañaba el calor del cuerpo de su esposo, su aliento en el cuello e incluso los extraños ruidos que hacía mientras dormía.

Era justo después de la una de la madrugada. Cada tic del reloj despertador era una palada en las costillas. En algún lugar de la casa goteaba un grifo. La electricidad zumbaba dentro de cables ocultos. El agua susurraba al arrastrarse por las tuberías.

Renunciando al sueño, Mary se levantó de la cama y se puso la bata de su marido. Luego bajó las escaleras, preparó unos sándwiches, llenó un termo con café caliente y se puso las botas de campo.

Afuera, se detuvo en el patio para mirar las estrellas y quedó estupefacta de ver tantas. Eso la llevó de vuelta a sus días de cortejo cuando subía a la parte de atrás de la moto de Ed y ambos salían de la ciudad para maravillarse con la Vía Láctea. Recordó una conversación que habían tenido tomados de la mano en la cima de Box Hill una noche. Ed había afirmado que en veinte años la gente estaría viviendo en la luna.

"Butlins abrirá un campamento de vacaciones allí", le había dicho él."Probablemente en el Mar de la Tranquilidad. Será el lugar perfecto para pasar el aniversario de nuestras bodas de plata".

Esa había sido la primera vez que él había mencionado el matrimonio. Entre entonces y el amanecer, concibieron inadvertidamente a su hijo mayor y se prometieron mutuamente que volarían a las estrellas en cuanto la ciencia lo hiciera posible.

Y aquí estaba ella ahora, llamando a la puerta de los cincuenta sin perspectiva de llegar nunca a la luna, y no digamos ya a las estrellas.

Con una caja de sándwiches en una mano y un termo en la otra, Mary bordeó el césped y se abrió paso hacia el cobertizo. Abrió suavemente la puerta, en caso de que su esposo se hubiese quedado dormido.

No lo había hecho.

Él estaba en una silla de jardín mirando un ordenador portátil posado sobre una mesa en medio de una jungla de azafranes en macetas. Si estaba sorprendido de ver a su esposa, no lo mostró.

"¿Te importa si me uno a ti?", preguntó Mary. "He traído unos refrescos".

"Me encantaría la compañía", dijo él.

El interior del cobertizo estaba iluminado por el ordenador y un par de televisores portátiles conectados a las cámaras de video que Ed había comprado al regresar del vertedero. Ambas cámaras de video estaban montadas en la parte superior del cobertizo. Una mostraba una vista del césped, rodeado de otras cámaras digitales y detectores de movimiento. La otra alzaba la vista hacia las estrellas.

Mary desplegó una silla y se sentó junto a Ed. "¿Qué estás mirando?", Preguntó ella.

"Un sitio web con una lista de todos los lanzamientos recientes de cohetes. Esperaba que encajaran con la llegada de nuestros astronautas muertos".

"Y asumo que no encajan".

"Estos son todos los lanzamientos de satélites. Nadie ha llevado a un hombre al espacio desde la última misión del transbordador y eso fue hace más de tres meses".

"¿No hay una estación espacial allí arriba? Quizá vengan de allí".

"Podrías tener razón. Pero ¿cómo se cae uno de una estación espacial?"

"Tal vez los están tirando. Quiero decir, la estación está tripulada por rusos y estadounidenses y esos no siempre se llevan bien. Supón que tienen algún tipo de enemistad sangrienta y sus gobiernos lo están ocultando por razones diplomáticas."

"Es posible", admitió Ed. "Lo descubriremos cuándo aparezca el próximo astronauta muerto. Podré trazar su trayectoria y determinar de qué parte del cielo ha caído. Luego revisaré Internet para ver si la Estación Espacial Internacional estaba en la vecindad."

Mary abrió el termo y le sirvió a su esposo una taza de café, que él aceptó con una sonrisa de agradecimiento. Ella apoyó la cabeza sobre su hombro.

"Esto es algo divertido", dijo ella.

"¿Verdad?"

"Me recuerda cuándo nos conocimos".

Ed soltó una risita cariñosa. "Todas esas noches haciendo el amor bajo las estrellas".

"Y hablando. Solíamos hablar mucho por aquel entonces".

"Aún lo hacemos".

"Solo sobre cosas sensatas como facturas y jardinería y volver a pintar las paredes. Cuando estábamos saliendo solíamos hablar de todo y de nada. Nos contábamos todos nuestros tontos secretos, cosas que no podríamos contarle a nadie más porque se reirían de nosotros".

"Te prometí llevarte a la luna en el aniversario de nuestras bodas de plata".

"¿Recuerdas eso?"

"Como si fuese ayer".

Mary se sintió cálida y radiante. "Tengo una idea", dijo ella. "Pero podría no gustarte".

"Prueba."

"Agarremos una manta y hagamos el amor en el césped".

"Pero los vecinos..."

"Que les cuelguen a los vecinos. Pandilla de esnobs, todos ellos".

Ed se echó a reír. "Mary Morgan, de pronto he recordado por qué te amo".

Cuando el sol se elevó de nuevo sobre la avenida Acacia, encontró a Ed y a Mary Morgan acurrucados desnudos sobre una manta en medio del césped. Ambos estaban soñando el mismo sueño sobre un campamento de vacaciones en la luna.

Unas puertas más allá, el señor Lacey descorrió las cortinas de su habitación y casi explotó. "¡Qué rayos azules!"

La señora Lacey se sentó derecha en la cama y se frotó los ojos. "¿Qué pasa, querido?"

"¡Ahí! ¡En el jardín trasero!"

"¿Qué, querido?"

"Un astronauta muerto. ¡Y ha aplastado mis claveles!"

FIN

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