LA ROSA DESHOJADA

La rosa roja temblaba en sus manos. El corazón de Felipe latía aceleradamente ya que estaba a punto de encontrarse con Minerva, la agraciada muchacha de ojos azules y serenos que le había robado sus sentimientos y todo su amor…

Dio vuelta a la izquierda y después de recorrer la alta barda, entró por la enorme puerta abierta de par en par. Salpicó su rosa con agua que goteaba de un grifo para simular que estaba impregnada con el rocío de la mañana.
Esa flor fue la única que pudo comprar al precio de la única moneda que llevaba en el bolsillo. Estaba un poco marchita y sus pétalos amenazaban con caerse muy pronto, pero el trozo de celofán con el que la rodeó y el moño que desprendió de una caja de regalo que estaba en la basura, le dieron un aspecto más que presentable.


Apresuró sus pasos por la vereda, la cual estaba bordeada por las estructuras de mármol y de granito pintado de blanco. El olor de las flores revoloteó hacia su nariz.
Tan fácil que sería cortar unas cuantas, ya sea margaritas, gladiolas o crisantemos, pero para él lo más valioso era su rosa, su flor tan especial que le costó la última moneda que tenía.


Con la ansiedad reflejada en su rostro, miró hacia donde su amada lo esperaba. Se arrodilló ante ella en profunda reverencia, adorándola, amándola, venerándola con todo su corazón.
Sintió el suave y sutil perfume de Minerva... Su Minerva... Entrecerró los ojos y su alma probó las mieles de esos besos, el néctar dulzón de ese cariño que se derramaba gota a gota.


En un suave remolino de ilusión, de placer embriagador, sintió sus caricias y sus oídos se deleitaron con los suaves susurros que esa boca de fresa le prodigaba diciéndole que era solo suya, y que su amor sobrepasaba hasta los límites de la muerte.
Pasó el tiempo en un idilio delicioso, en el cual ambos se dijeron cuanto se querían, que estarían juntos hasta la eternidad, teniendo como mudo testigo de ese romance, la rosa roja que temblaba y que amenazaba con deshojarse.
Pronto, el atardecer dio paso al crepúsculo.


Los rayos rojos y amarillos de la puesta del sol anunciaban que la llegada de la noche era inminente.
Felipe estaba de rodillas ante ella. Derramó su alma llena de amor y sus manos se aferraban a los bordes de granito blanco cuando de pronto una mano lo despertó de su estupor.
Levantó la mirada y vio a un hombre de avanzada edad que le dijo:
- ¡Vamos, amigo, usted es el último en estar todavía aquí! ¡Ya vamos a cerrar el cementerio!


Sin decir una sola palabra, se incorporó pesadamente, aturdido por regresar a la realidad.
Se enjugó las lágrimas y caminó lentamente hacia donde había entrado.
Las sombras envolvieron la silueta de ese hombre derrotado, cabizbajo, melancólico, hasta que se perdió en la lejanía, mientras que en una solitaria tumba, en la polvosa lápida se podía leer:


‘Minerva Álvarez. Nació el 13 de mayo de 1978, murió el 29 de octubre del 2012. El Señor se apiade de su alma’.
El viento frío sacudió aquél lugar mientras que la rosa roja, la cual quedó sobre la lápida, cansada de resistir, sucumbió y quedó ahí, totalmente deshojada...