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    Post Cory Doctorow Craphound: Cazador de Trastos

    Craphound: Cazador de Trastos (1/4)
    por Cory Doctorow
    Bajo licencia de Creative Commons, Thank you, Mr. Doctorow.
    (Craphound)
    Traducción Casera: Sirius
    (Homemade Translation)
    ************************************
    Craphound tenía un perverso karma de ventas de trastero; para ser un podrido, apestoso bastardo alienígena, era demasiado bueno sacando el único grano de oro en un furioso río de, para mí, inutilidades, pero riquezas para él. Le respetaba, de todos modos. Pero cuando encontró el vagón cowboy, hacía dos meses, le rentó a él y nada para mí, salvo algún objeto desenterrado alienígena kitsch.

    De modo que hice lo impensable, rompí el Código. Me metí en una guerra de pujas con un colega. Nunca dejes que te digan que las mujeres envenenan la amistad: en mi experiencia, las heridas de peleas por las mujeres se curan rápido; las peleas sobre la basura no dejan nada atrás, salvo tierra arrasada.

    Craphound vió la señal; su karma, más los visores en su exo-esqueleto, le dieron la ventaja cuando íbamos a 80 km/h por algún tramo de la autopista trasera del campo de casas rurales. Él iba sentado a mi lado mientras yo conducía, y teníamos la radio en la programación del sábado estival de la CBS: ocho fines de semana con ocho horas de antiguos radio-dramas. La Sombra, Silencio Por Favor, Tom Mix, El Guardián de la Cripta con Bela Lugosi. Era la hora tres y Bogey estaba emitiendo su actuación de la adaptación para radio de La Reina de África. Yo llevaba las ventanillas del viejo camión bajadas para poder fumar sin interferir el respirador de Craphound. Mi brazo colgaba de la ventana, la radio tronaba y Craphound dijo:

    - ¡Da la vuelta!. ¡Da la vuelta, ahora, Jerry, ahora, da la vuelta!.

    Cuando Craphound se emociona de esa forma es señal de que ha encontrado un filón. Comprobé rápidamente el espejo retrovisor, hundí los frenos y giré en redondo.
    La transmisión crugió, las ruedas chirriaron y ya estábamos de vuelta por donde habíamos venido.

    - Allí, dijo Craphound, gesticulando con su brazo largo y escuálido.

    Lo ví. Una señal estatal con una letra A en un marco de madera, un pedazo de tablero escrito a mano amarrado encima del nombre del gestor de fincas:

    VENTA DE TRASTOS DE LAS DAMAS
    AUXILIARES DEL DPTO DE BOMBEROS
    VOLUNTARIOS DE MUSOKA ESTE

    SAB 25 JUNIO

    ¡Yuu-iii!- grité y giré el camión hacia el sucio camino. Disparé el motor mientras surcabamos la carrerera alineada de árboles, confiando en que Craphound viera cualquier venado, señal o autoestopista a tiempo de evitar el desastre.
    El cielo era de azul perfecto y el olor estival nos envolvía. Apagué la radio y escuché el viento pasando a través del camión. Ontario es precioso en verano.

    - ¡Allí!, gritó Craphound. Puse el intermitente, bajé marcha y volvimos a la carretera de asfalto. Pronto rodamos hasta una estación de bomberos rural, un feo granero de ladrillo. La entrada estaba alineada con largas mesas plegables con pilas hasta arriba.

    ¡La Virgen!

    Craphound me ganó en salir del camión, como siempre. Su exo-esqueleto es programable, de modo que puede grabar pequeños guiones en él tales como: mueve el brazo izquierdo hacia la palanca de la puerta, tira de ella, balancea fuera las piernas hacia el reposa piés, salta a tierra, cierra la pierta, avanza.

    Mientras, me aseguro de que he apagado las luces y de que llevo mi cartera.

    Dos abuelitas de pelo azul tenían una mesa de cartas puesta frente a la entrada con una gran jarra de limonada y tres cajas de donuts de Tim Horton. Eso nos detuvo a ambos, pues compartimos la superstición de comprar siempre comida a las ancianas y los niños como sacrificio a los dioses de los trastos. Una de las damas sirvió limonada mientras la otra nos saludaba sonriente.

    -¡Bienvenidos, bienvenidos! ¡Un largo viaje hasta nosotros!

    -Sólo hasta Toronto, madam, dije. Es un chiste viejo pero es parte del ritual y tiene que hacerse.

    - Me refería a su amigo, señor. Éste caballero.

    Craphound sonrió sin mostrar las encías y sorbió su limonada.

    - Pues claro que vine, querida. ¡No me lo perdería por nada de los mundos!.

    Su acento era bastante bueno pero, cuando se trataba de juntar frases como ésta, era tan educado que parecía que estaba leyendo las noticias.

    La ancianita se sonrojó y dió una risita y me sentí un poco incómodo. Me alejé de las mesas, tratando de no apresurarme. Elegí mi primer punto, más o menos a mitad de la entrada, donde las cosas no eran muy escogidas. Cogí una caja vacía bajo la mesa y comencé a poner cosas en ella: un set de cuatro vasos con dos bolos dorados cruzados y una línea negra alrededor; un colgador de pared de la Expo 67 que ni siquiera estaba borroso; una caja de zapatos llena de cartas de hockey o-pe-che de finales de los sesenta; un usado cortador de acero con mango de madera con el que podías matar un novillo.

    Recogí mi caja y continué en otro sitio; un mazo de cartas registradas en el 57 y con el logo del Diario Real Canadiense de Bala, Ontario, impreso en el reverso; un casco de bombero con una placa de bronce tan oscurecida que no podía leerla; un trofeo de tres pisos del Campeonato de Curling de la Región del Este de 1974. La caja registradora en mi mente iba sonado y sonando y sonando. Dios bendiga a las Damas Auxiliares del Departamento de Bomberos Voluntarios de Musoka.

    Excavé esa mesa lo suficiente. Cambié hacia otra parte final de la sala. Era hora de que empezara desde el principio e inspeccionara cada objeto, construyera una pila de "quizás", otra pila de "definitivos" e hiciera estrategia. Con el tiempo, habìa llegado a confiar en el instinto y en los hados, a quienes hago mis plegarias en cada oportunidad.

    Oigamos a los hados: un sombero de copa retraíble genuino; un bastón de noche de mango blanco; una muleta de madera de cerezo tallada a mano; un bello parasol con lazo negro; un pararayos de hierro con un gallo en lo alto; todo ello en un mostrador con forma de paraguas de pierna de elefante. Llené la caja, la doblé y comencé con otra.

    Choqué con Craphound. Sonrío su sonrisa natural, esa que muestra fila por fila sus húmedas y viscosas encìas, jalonadas con retorcidos y venenosos succionadores.

    -¡Oro! ¡Oro!, decía y continuaba andando. Giré mi cabeza tras él justo cuando se inclinaba sobre el vagón cowboy.

    Aspiré aire entre los dientes. Era magnífico: un vagón de vapor en miniatura de cuero cosido, cuero trabajo con lazos, sombrero Stetson, boina de guerra y revólveres de seis balas. Fui hacia él y Craphound deshizo el nudo y me quedé sin aire.

    En lo alto había un traje infantil de cowboy: con placas de cuero, un fino Stetson, un par de botas de cuero blanco con largas espuelas fijadas a los talones. Craphound se movió con reverencia hacia la mesa y siguió sacando más magia de las profundidades del vagón: una pila de discos 78 Hopalong
    Cassidy encuadernados en cartulina; un par de pequeños revólveres de seis balas con pistoleras y cinto; una estrella de plata que decía Sheriff; un fajo de comics de Roy Rogers atados con hilo, en perfectas condiciones; y un saco de cuero lleno de indios y vaqueros de plástico, suficientes como para representar la batalla de El Álamo.

    - ¡Oh, Dios mío!, respiré mientras desplegaba el lote sobre la mesa.

    - ¿Qué es esto, Jerry?, preguntó Craphound, sujetando los 78.

    - Discos viejos, como LPs pero se necesita un tocadiscos especial para escucharlos.
    Saqué uno de su funda. Brillaba, sin arañazos, en los fluorescentes del vagón.

    - Tengo un tocadiscos de 78 aquí, dijo una miembro de las Damas Auxiliares del Departamento de Bomberos Voluntarios de Musoka Este.

    Era lo bastante baja para mirar a Craphound a los ojos, un pelín por debajo del metro cincuenta y con fina mirada.

    -Estas son las cosas de mi Billy, Billy the Kid le llamábamos. Tenía afición por los cowboys cuando era niño. No podíamos quitarle ese tonto disfraz, casi lo echan de la escuela. Ahora es abogado en Toronto, consiguió una bonita oficina en la calle Bay. Le llamé para preguntarle si le importaba que pusiera sus cosas de cowboy en la venta y, ¿sabe qué?. ¡No sabía de qué le estaba hablando!. ¿No lo supera eso todo?. Tenía afición por los cowboys cuando era niño.

    Es otro de mis rituales sonreir y asentir con la cabeza y ser lo más educado posible con los anteriores propietarios de los trastos que intento comprar, así que sonreí y asentí mientras examinaba el reproductor de 78 que ella había sacado. Una escritura con lazo encima decía: Pequeño Tocadiscos Oficial de Bob Wills; y tenía una tosca acuarela de Bob
    Wills y Sus Texas Playboys sonriendo en el frontal. Era el tipo de tocadiscos que se doblaba como una maleta cuando no se usaba.
    Yo tuve uno de niño con El Oso Yogui en el frontal.

    La mama de Billy conectó el cable amarillo a un enchufe de pared, cogió el 78 de mis manos y puso la aguja sobre el disco. Sonó un fino ukelele, acompañado de cascos de caballo y, entonces, el narrador con voz profunda de whisky dijo:

    ¡Qué hay, compañeros! Acabo de montar la hogera del campamento. ¿Porqué no os quedáis, tomáis unos guisantes y os cuento toda la historia sobre cómo Hopalong Cassidy venció a la banda de Duke cuando vino a robar a Santa Fe?.

    En mi cabeza, yo ya estaba desmontando el vagón cowboy y su contenido, pensando sobre la mínima puja que pondría en cada objeto en Sotheby. Vendidos individualmente, calculé que podía recibir alrededor de dos de los grandes por el contenido. Luego pensé en poner anuncios en algunas revistas de coleccionistas japonesas, sólo como broma, antes de enviar el lote a la casa de subastas. Nunca se sabe. Un colega que conocía había vendido un conjunto empaquetado completo de figuras de acción Welcome Back, Kotter por cerca de ocho de los grandes de esa forma. Quizá podía comprarme un camión nuevo.

    -Esto es maravilloso, dijo Craphound interrumpiendo mi ensueño. ¿Cuánto le gustaría por la colección?

    Sentí un cuchillo en mi estómago. Craphound había encontrado el vagón cowboy, eso significaba que era suyo. Aunque él normalmente me dejaba coger las cosas al precio de calle, estaba interesado en todo, y poco importaba si yo cogía algunas migajas con lo que ganar algo para vivir.

    La mama de Billy miró las cosas.

    -Esperaba obtener veinte dólares por el lote, pero si eso es mucho, estoy dispuesta a rebajarlo.

    -Le daré treinta, salió de mi boca, sin intervención del cerebro.

    Ambas se giraron y se quedaron mirándome. Craphound era indescifrable detrás de su visor.

    La mamá de Billy rompió el silencio.

    -¡Oh, Dios m...! ¿Treinta dólares por toda esta porquería?

    -Pagaré cincuenta, dijo Craphound.

    -Sesenta y cinco, dije yo.

    -¡Oh, Dios m...! dijo la mamá de Billy.

    -Quinientos, dijo Craphound.

    Abrí la boca y la cerré. Craphound había construído su fortuna en la Tierra vendiendo un proceso bioquímico complejo de fotosíntesis sin clorofila a un banquero Saudita. Yo nunca podría vencerle en una guerra de pujas.

    -Mil dólares, dijo mi boca.

    -Diez mil, dijo Craphound y extrajo un rollo de cien de algún lugar de su exo-esqueleto.

    ¡Señor mío!, dijo la mamá de Billy. ¡Diez mil dólares!.

    Los otros compradores, los bomberos, las damas de pelo azul, todos ellos alzaron sus miradas al oir ésto y las fijaron en nosotros, boquiabiertos.

    -Es por una buena causa, dijo Craphound.

    -¡Diez mil dólares!, dijo de nuevo la mamá de Billy.

    Los dedos de Craphound pasaron por el rollo tan ráudos como las cuentas de un croupier, separó un largo bloque de billetes marrones y se los ofreció a la mamá de Billy.

    Uno de los bomberos, un hombre barrigudo de mediana edad, con el pelo de un lado más largo que usaba para tapar la calva, apareció en el hombro de la mamá de Billy.

    -¿Qué pasa aquí, Eva?, dijo.

    -Este... caballero va a pagar diez mil dólares por las viejas cosas de cowboy de Billy, Tom.

    El bombero cogió el dinero de la mamá de Billy y lo observó. Sujetó el primer billete bajo la luz y lo giró así y asá, mirando el cambio del sello holográfico de verde a dorado y a verde de nuevo. Miró el número de serie y el número de serie del billete siguiente. Se chupó el dedo y comenzó a contar los billetes en pilas de diez. Cuanto tuvo diez pilas los contó de nuevo.

    -Esto hacen diez mil dólares, correcto. Muchísimas gracias, señor. ¿Puedo echarle una mano llevando esto hasta su coche?.

    Craphound, mientras, había reempaquetado el vagón y equilibrado el tocadiscos de 78 encima de todo. Me miró, luego al bombero.

    -Me pregunto si podría imponerle que me llevara a la estación de autobús más cercana. Creo que voy a irme a casa por mi cuenta.

    El Bombero y la mamá de Billy me miraron. Mis mejillas se sonrojaron.

    - Ah, venga, dije. Te llevo a casa.

    -Creo que prefiero el autobüs, dijo Craphound.

    -No tengo ningún problema en llevarte, amigo, dijo el bombero.

    Decidí terminar el día y conducí a casa solo, con el camión medio lleno. Paré en la cochera, tiré una lona sobre la carga, entré, abrí una cerveza y me senté en el sofa a ver un programa de naturaleza sobre un proyecto de reclamación en el desierto de Arizona, donde la legislatura del estado había cambiado un megacentro comercial abandonado y una contrucción personalizada a un alienígena por una maquina de control meteorológico local.
    * * * * *
    Última edición por Artifacs; 20-Nov-2017 a las 11:59
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  2. #2
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    Respuesta: Cory Doctorow Craphound: Cazador de Trastos

    Craphound: Cazador de Trastos (2/4)
    por Cory Doctorow
    Bajo licencia de Creative Commons, Thank you, Mr. Doctorow.
    (Craphound)
    Traducción Casera: Sirius
    (Homemade Translation)
    ************************************
    El jueves siguiente, fuí a la pequeña casa de subastas de trastos de la calle King. Puse mis hallazgos del fin de semana a la venta: con un mínimo en la puja más baja se llevarían menor comisión que en Sotheby. Nada mal por mover las cosas pequeñas.

    Craphound estaba allí, por supuesto. Yo sabía que estaría. Fue allí donde nos conocimos cuando pujó por una maleta con notas de Lincoln que encontré en una venta por incendio.

    Le tenía por un espíritu amistoso cuando los compró y hablamos después, en su casa, un almacén de dos pisos entre un conjunto de yardas con restos de autos donde los perros chatarreros ladraban y ladraban y ladraban.

    Dentro era el paraíso. Su gusto tendía a los santuarios; una colección de barriles kitsch de los años cincuenta que era un santuario al licor; una cama de agua circular sobre un podium elevado que estaba casi enterrada bajo un montón de parafernalia de dormitorio de soltero de los sesenta; una cocina prácticamente inútil, compacta con mobiliario viejo de tablero de establo y memorabilia rural; una biblioteca forrada de cuero sacada directamente de un club de caballeros victoriano; un solarium decorado con antorchas de bambú e ídolos tiki. Era un lugar infernal.

    Craphound lo conocía todo sobre las tiendas de BuenaVoluntad, Sally Anns, las casas de subastas y las boutiques kitsch de la calle Queen, pero aún no había averiguado de dónde salía todo aquello.

    - Ventas de trastero, ventas de garaje, le dije, reclinándone en una silla vibratoria, bebiendo un vaso de su preciado whisky de malta de única fermentación que había comprado sólo por la bonita botella en la que venía.

    -¿Pero dónde están esas ventas? ¿Quién las autoriza?, Craphound se encorvó frente a mí con su exo-esqueleto bloqueado, en una posición semi sentada.

    -¿Quién?, Bueno, cualquiera. Un día decides que tienes que limpiar el sótano, pones un anuncio en el Star, pegas algunos carteles y, voilá, venta de trastero. A veces una escuela o iglesia recibe donativos de viejos trastos y los vende todos de una vez, para elevar los fondos.

    -¿Y cómo las encuentras?, preguntó mecièndose arriba y abajo, ligeramente emocionado.

    -Bueno, hay aficionados que leen los avisos en los periódicos del fin de semana o simplemente escogen a un vecino y pasean en torno suyo, pero esa no es forma de ir a por ello. Lo que yo hago es coger el camión y olisquear el aire, captar el olor de los trastos y ¡vruuum!, estoy ahí fuera como un sabueso tras un rastro.Aprendes las cosas con el tiempo: como evitar ventas de trastero de los Yuppies, nunca tienen nada que valga la pena comprar, siempre los mismos trastos que se pueden comprar en cualquier comercio.

    -Cree que podría acompañarle algún día.

    -¡Demonios, pues claro!. ¿El próximo sábado?. Iremos a Cabbagetown, todos esos viejos garajes, te asombraría ver de lo que se deshace la gente. Es prácticamente un crimen.

    -Me gustaría mucho ir con usted el próximo sábado Sr. Jerry Abington.

    El solía hablar así, sin comas o signos de interrogación. Después mejoró, pero en aquel entonces todo era una gran frase.

    -Llámame Jerry. Tenemos una cita, entonces. Aunque te digo algo, tenemos un Código que tienes que aprender antes de que salgamos. El Código de los Cazadores de Trastos.

    -¿Qué es un Cazador de Trastos?.

    -Eres tú, estás mirando a uno, también, a menos que haya perdido el olfato. Llegarás a conocer a algunos de los cazadores de trastos locales si te juntas conmigo el tiempo suficiente. Son la competencia pero también son tus colegas y tenenos ciertas reglas.

    Entonces le expliqué todo lo referente a que nunca se puja contra otro Cazador de Trastos en una venta de garaje, cómo llegar a conocer los gustos de otros compañeros y que cuando se ve algo que podría gustarle se le avisa y que ellos harán lo mismo por tí y que nunca se compra nada que otro Cazador de Trastos podría estar buscando si todo lo que buscas es para vendérselo de nuevo a él. Sólo buenas maneras y sentido común, en realidad, pero te sorprendería cuántos aficionados fallan en el salto a profesionales porque no pueden asimilarlas.
    * * * * *
    Habìa un montón de otras cosas en la subasta, otros cazadores de trastos, tesoros de fin de semana. Era la temporada alta cuando el sol salía y la gente empezaba a limpiar el granero, el sótano, el garaje. Había algunos coleccionistas entre la multitud, un sector entero de vendedores de chatarra y antigüedades, algunos recolectores, Craphound y yo. Yo estaba esperando que salieran mis cosas y fisgoneaba el humo entre los lotes. Craphound no me miró ni una sola vez ni reconoció mi presencia y me volví perversamente obsesivo en captar su mirada, de modo que tosí y cambié de asiento y caminé frente a él varias veces hasta que el subastador me miró y me preguntó si necesita un jarabe para la garganta.

    Mi lote salió. Los vasos de bolos se fueron por cinco pavos a uno de los vendedores de chatarra de la calle Queen, la pata de elefante reunió $350 tras una animada guerra de pujas entre un coleccionista y un anticuario; el coleccionista ganó; el vendedor se llevó el sobrero de copa por $100. El resto salió y se vendió o no; y al final del lote hice unos $800, que suponía el alquiler del mes más cerveza para el fin de semana y gas para el camión.

    Craphound pujó y compró más cosas de cowboy, una caja mohosa con películas super-8 de cowboys llenas de lodo; una manta Navajo; un burro de plástico que dispensaba cigarros que le salían del culo; un gran letrero de neón con forma de armadillo.

    Una de las otras cosas buenas de Sotheby era que no había eso de los treinta días de espera para recibir el cheque. Me puse en la cola con los otros recolectores tras la puja, cogí el fajo de billetes y me dirigí al camión.

    Ví a Craphound cargando sus cosas en una minivan con la chapa obstruída. Parecía que algún tipo de hongo crecía sobre el capó y los paneles laterales. Tras una inspección más cercana, ví que el chasis estaba cubierto de piezas Lego pegadas muy juntas.

    Craphound abrió el maletero y lanzó sus cosas dentro, luego entró por la puerta del conductor y pude ver que su furgoneta estaba arreglada para un conductor sin piernas, con palanca de frenos y acelerador. Un parapléjico que conocía conducía una igual a esa. El exo-esqueleto de Craphound lo elevó hasta el asiento y observé el extraño preciso momento en que ejecutaba la macro que iniciaba el vehículo: tiró del cinturón del hombro, puso la marcha y encendió el estéreo. Oí el siseo de una cinta y luego, tan alto como un b-boy cruzando la calle Yongue, una vieja voz de cowboy decía:

    -¡Qué hay, compañeros! ¡ensillen! ¡cabalgamos!

    Luego la furgoneta retrocedió y salió del aparcamiento a toda velocidad.

    Entré en el camión y conducí hasta casa. A decir verdad, echaba de menos a ese pequeño bastardo.
    * * * * *
    Última edición por Artifacs; 20-Nov-2017 a las 12:06
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  3. #3
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    21-August-2017
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    Post Respuesta: Cory Doctorow Craphound: Cazador de Trastos

    Craphound: Cazador de Trastos (3/4)
    por Cory Doctorow
    Bajo licencia de Creative Commons, Thank you, Mr. Doctorow.
    (Craphound)
    Traducción Casera: Sirius
    (Homemade Translation)
    ************************************
    Alguna gente dijo que deberíamos haber echado a Craphound y a los de su especie fuera del Sistema Solar. Decían que no era justo que los alienígenas nos mantuvieran en la oscuridad respecto a sus tecnologías. Decían que deberíamos haber capturado una de sus naves, haberla descifrado mediante ingeniería inversa, construído la nuestra y haberles dado una patada en el culo.

    ¡Qué gente!.

    Primero de todo, nadie con ADN humano podría sobrevivir a un viaje en una de esas naves. Son una parte corporal de la gente de Craphound, tal y como yo lo entiendo, y nosotros no tenemos las partes adecuadas.
    Segundo, ellos sí compartieron su tecnología con nosotros, solo que no iban a regalarla. Comercio justo en cualquier era.

    No era que el espacio estuviera fuera de alcance para nosotros, cualquiera de nosotros podía visitar su mundo de origen tan pronto como averiguáramos cómo, sino que ellos no iban a llevarnos de la mano por el camino.
    * * * * *
    Pasé la semana acechando la Secret Boutique, conocida como La BuenaVoluntad Tal-Cual Centro en Jarvis. Está todo allí de entre las ventas de trastero y, a veces, hay buenos hallazgos. Parte de mi teoría del karma de las ventas de trasteros es que si pierdo un día en las tiendas de saldos, será el día que saquen el gran premio. Así que paso por los almacenes diligentemente y aparezco con trastitos. Había ofendido a los hados, lo sabía, y no anotaría otro tanto hasta que los aplacara. Era un trabajo solitario, aún con todo, echaba de menos el buen ojo y el deleite obsesivo de Craphound.

    Me encontraba en la caja registradora con unos pocos objetos del BuenaVoluntad cuando, detrás mío, un tipo de traje me dió unos toques en el hombro

    -Perdón por molestarle, dijo.

    Su traje parecía caro, como su manicura, su corte de pelo y sus gafas de montura de fibra

    -Me preguntaba dónde ha encontrado usted eso. Señaló al ukelele forrado con piel de rinoceronte que tenía un sombrero de cowboy grabado a fuego en el cuerpo. Yo lo había cogido con una pequeña emoción culpable, pensando que Craphound podría comprarlo en la próxima subasta.

    -Segundo piso, en la sección de juguetes.

    -No había nada parecido allí, ¿verdad?.

    -Me temo que no, dije; el cajero lo cogió y empezó a envolverlo con papel de periódico.

    -Ah, dijo; parecía un chiquillo al que le acababan de decir que no podía tener un perrito.

    -Supongo que no querría usted venderlo, ¿verdad?.

    Sostuve en alto una mano y esperé mientras el cajero metía en bolsas el resto de mis cosas, algunas novelas viejas forradas en tela que pensé que podía vender en una tienda de libros usados y un hebilla de cinturón de Grease con Olivia Newton John en ella. Le conduje fuera de la puerta por el codo de su caro traje.

    -¿Cuánto?, dije, yo había pagado un dólar.

    -¿Diez pavos?.

    Casi dije, ¡Vendido!, pero me contuve.

    -Veinte.

    -¿Veinte dólares?

    -Eso es lo que cobrarían en una boutique de la calle Queen.

    Sacó una fina cartera de piel y extrajo uno de veinte. Le tendí el uke.
    Su rostro se iluminó como una bombilla.
    * * * * *
    No es que mi vida de adulto fuese particularmente infeliz. Así como no es que mi infancia fuese particularmente feliz.

    Hay memorias que tengo, sin embargo, que son como un vaso de agua helada. La casa de mi abuelo cerca de Milton, una granja victoriana donde el gato bebía leche en un bol de cristal; y donde nos sentábamos en torno a una dura mesa de pino tan grande como mi apartamento entero; y donde mi sala de juegos era un granero lleno de heno con basura de granja y cuerdas de Tarzán.

    Estaba, Fyodor, el amigo de mi abuelo y pasábamos cada tarde en su patio de atrás, él y el abuelo charlando y fumando mientras yo campaba en el ocaso, escalaba montañas de chatarra de auto. Las cajas de guantes contenían tesoros; fotos arrugadas de chicos del colegio asaltando frente a los letreros, mapas de carretera de lugares distantes. Encontré una vez una guía del World Fair de Nueva York de 1964 y una barra de labios como una bala de cromo y un par de guantes de señorita de cuero blanco.

    Fyodor negociaba con trastos también y una vez tuvo la mitad de un carrusel de carnaval, unos cuantos caballos y parte del palio con la pintura grumosa y salientes mellados de bordes afilados; cerca de él, un tanque coreano sin la torreta y los escalones y dentro del tanque había antiguas chicas Pinup y una agenda de rotación y un tosco Kilroy. La sala de control en la mitad del carrusel tenía una pila de folletos de novelas de ci-fi, Ases Dobles: que eran libros unidos por la parte de atrás y que, cuando se terminaba el primero, se giraba y se leía el otro. Fyodor me dejó quedármelos y había un ticket de empeño en uno de ellos de Macon, George, para recoger un transistor de radio.

    Mis padres comenzaron a dejarme en paz a los catorce años y no podía dejar de husmear en sus habitaciónes y fisgonear. El joyero de mamá tenía libros de cerillas de su luna de miel en Acapulco, impresas con palmeras mal hechas. Mi papá guardaba una vieja foto, en su cajón de los calcetines, de él mismo en la Playa Músculo, sin camisa, flexionando los bíceps.

    Mi abuela guardaba cada trasto de la vida de mi madre en su sótano, en baúles polvorientos del ejército. Yo me divertía sacándolos y metiéndolos: sus orejas de ratón del gran viaje familiar en tren a Disneylandia, sus discos, el letrero de pasta con brillantina de su Dulce Dieciseis. Había animales de peluche muy masticados y libros de ejercicios del colegio en los que ella practicaba variaciones de su firma página tras página.

    Todo contaba una historia. El Kilroy a lápiz del tanque me hacía ver a uno de esos soldados canadienses en Corea, sin afeitar como un extra de la serie M*A*S*H, sentado de aburrimiento hora tras hora, mirando las chicas PinUp, haciendo travesuras con una ballesta, finalmente dejándola en el suelo y bocetando rápidamente su Kilroy, antes que alguien lo viera.

    La foto de papá posando me envió en un torbellino a través del tiempo hasta la Playa Müsculo de Toronto, en el borde este, y escuchando las pequeñas radios AM que emitían rock extraño psicodélico mientras los adolescentes se lanzaban sobre sus Mustangs y sobre las bronceadas chicas en bikinis que transformaban sus tetas en torpedos.

    Todo hacía poemas. Las viejas novelas de pulpa y el ticket de empeño, cuando los extendía frente a la TV y los ordenaba así, hacían un poema que me cortaba la respiración.
    * * * * *
    Tras el episodio del vagón cowboy, no corrí a Craphound de nuevo hasta la venta anual de caridad del Club Rotary de la Compañía Cervecera Upper Canada. Él llevaba el sobrero de cowboy, los revólveres y la estrella de plata del vagón cowboy.

    Debería haber parecido ridículo pero el efecto neto era naif y, de algún modo, encantador, como si fuera un chiquillo cuyo pelo quieres alborotar.

    Encontré una caja de vieja vajilla de melamina bonita con varias sombras de verde; cuatro bandejas cuadradas, cuencos, bandejas de ensalada y un carro de servicio. Las tiré en la bolsa zurrón que había comprado y seguí buscando ignorando a Craphound que encandilaba a un salado y antiguo miembro del Rotary mientras acariciaba una caja de libros encuadernados con piel.

    Registré una pila de viejas licencias del Ministerio de Trabajo: barbero, quiropodólogo, barman, relojero. Todas tenían bellos sellos y estaban enmarcadas en metal institucional verde intenso. Todas con nombres diferentes pero todas de la misma familia e inventé una pequeña historia para entrerenerme sobre la madre orgullosa guardando las acreditaciones de su hijo, enmárcandolas y colgándolas en el espacio libre junto a sus diplomas.

    - Oh, George Junior acaba de abrir su propia barbería y el pequeño Jimmy aún arregla relojes...

    Las compré.

    En una caja de plástico cutre de Mi Pequeño Pony y Barbies y Osos Amorosos, encontré un tocado Indio de piel, un conjunto arco-flecha de madera y un chaleco con horlas de piel de ciervo. Craphound estaba aún removiendo los libros del dueño, forrados en piel. Los compré rápido, por cinco pavos.

    -Son preciosos, una voz dijo a mi codo. Me giré y sonreí al feliz acomodado que me había comprado el uke en la Secret Boutique. Estaba vestido de forma casual ese fin de semana, a la moda de un caro L.L. Bean de botón bajo.

    -¿Verdad?, dije.

    -¿Se venden en la calle Queen?, tus hallazgos, me refiero.

    -A veces. Otras veces en las subastas. ¿Cómo va el uke?.

    -Ah, lo tengo todo afinado, dijo y sonrió con la misma sonrisa que me había brindado cuando lo sujetaba en BuenaVoluntad.

    -Puedo tocar Don't Fence Me con él.
    Miró a sus pies.

    -Tonto, ¿no?.

    -Para nada. Te van las cosas de cowboy, ¿no?. Mientras lo decìa, me sobrevino el conocimiento de que éste era Billy the Kid; el dueño original del vagón cowboy. No sé porqué lo sentí así pero lo hice, con total certeza.

    - Sólo trato de revivir un pedazo de mi infancia, supongo. Soy Scott, dijo, extendiendo su mano.

    -¿Scott?, pensé extrañado. ¿Quizá sea su segundo nombre?.

    -Soy Jerry.

    La venta de Cervecera Upper Canada tiene muchas cosas por las que ir, incluyendo un jardín para tomar cerveza donde puedes mostrar tu mercancía y hacer una buena hamburguesa BBQ. Gravitamos suavemente hacia él, mirando sobre las mesas mientras íbamos.

    -Tu eres un pro, ¿cierto?, preguntó después de que tuviéramos tazas de plástico con cerveza.

    -Se puede decir que sí.

    -Soy un aficionado. Un amateur de rango. ¿Algunas palabras de sabiduría?.

    Me reí y bebí un poco de cerveza, encendí un cigarro.

    -No hay ningún secreto en esto, creo. Sólo diligencia: tienes que salir en cada oportunidad que tengas o te pierdes el gran premio.

    Se rió.

    -Eso he oído. A veces, estoy sentado en mi oficina y, simplemente, sé que están sacando una pieza de puro oro en el BuenaVoluntad y que otra persona se la llevará antes de mi almuerzo. Me hiere tanto que no me siento bien hasta que bajo allí y me pongo a cazarlo. Supongo que estoy enganchado, ¿eh?.

    -Es más barato que otros tipos de adicciones.

    -Supongo que sí. Sobre las cosas indias, ¿Cuánto piensas que puedes sacar por ellas en la boutique de la calle Queen?

    Le miré a los ojos. Quizá tenía un alto poder y control en su ambiente natural pero, justo en ese momento, estaba tan ansioso y nervioso como un jugador de poker de mesa de cocina en una partida de altas apuestas.

    -Quizá cincuenta pavos.

    -Cincuenta, ¿eh?, preguntó.

    -Por esa cifra andará, dije

    -Una vez vendido, dijo.

    -Es lo que hay, dije.

    -Podría llevar un mes, un año, dijo.

    -Podrìa llevar un día, dije.

    -Podría, podría.

    Terminó su cerveza.

    -¿Supongo que no aceptarías cuarenta?.

    Yo había pagado cinco por él no hacía ni diez minutos antes. Parecía que podía encajar con Craphound, quien, después de todo, llevaba puesto los tesoros de Scott/Billy mientras hablábamos. No se puede vivir sintiéndose uno culpable sobre una marca de porcentaje de ochocientos por cien. Además, había enfurecido a los hados y necesitaba redimirme.

    -Que sean cinco, dije.

    Comenzó a decir algo, luego cerró la boca y me lanzó una mirada de gratitud. Sacó uno de cinco de su cartera y me lo ofreció. Saqué el chaleco, el arco y el tocado de mi zurrón.

    Regresó hacia un brillante Jeep negro con detalles de fábrica dorados, aparcado al lado de la furgoneta de Craphound. Craphound construía sobre el chasis con Lego y el capó tenía una ciudad Lego en miniatura pegado a él.

    Craphound miró alrededor mientras pasaba y se inclinó adelante con conspícuo interés en el botín. Me reí y terminé mi cerveza.
    * * * * *
    Me encontré con Scott/Billy tres veces más esa semana en la Secret Boutique.

    Era abogado, especializado en patentes de tecnología alienígena. Tenía una oficina en la calle Bay con otros dos socios y, a pesar de su juventud, ya era abogado senior.

    No le había contado que sabía lo de Billy the Kid y su madre en las Damas Auxiliares del Departamento de Bomberos Voluntarios de Musaka Este pero sentía un vínculo con él; como si pensara que compartíamos un secreto no hablado. Yo separaba cualquier hallazgo cowboy para él y él desarrolló un precioso buen ojo por lo que yo buscaba y me devolvía el favor.

    Los hados estaban conmigo de nuevo y sin dobles sentidos sobre ello. Me llevé a casa una alfombra oriental olvidada que, bajo mejor inspección, resultó ser una alfombra Persa anudada a mano del siglo XIX; un taburete turco tapizado, una colección de almohadas de seda Hawaianas pintadas a mano y una pipa Meerschaum tallada. Scott/Billy encontró la última para mí y me costó dos dólares. Yo sabía que un coleccionista pagaría treinta en un parpadeo, y desde entonces hasta ahora por lo que a mí me concierne, Scott/Billy era un colega Cazador de Trastos.

    -¿Vas a la subasta mañana por la noche?, le pregunté en la cola de pago.

    -No me lo perdería, dijo. Apenas era capaz de contener su emoción cuando le hablé sobre la subasta del jueves por la noche y las mercancías que tendrían allí. Seguro que le había entrado el gusanillo.

    -¿Quieres que cenemos juntos antes?. El Rotterdam tiene un buen patio.

    Quiso y fuimos. Tomé un vaso de frambuesa que llenaba como si te dieran una patada y sabía como limonada efervescente de frambuesa; y patatas fritas en forma de cuña para parar las puertas y un sandwich vegetal.

    Tenía mi nariz dentro del vaso cuando me dió una patada en el tobillo bajo la mesa.

    -¡Mira eso!

    Era Craphound en su furgoneta buscando un lugar para aparcar. A la aldea Lego se le había unido todo un espacio puerto post-moderno en el techo, con un castillo azul y rojo, un platillo volante del tamaño de un campo de fútbol y la cabeza de un payaso con ojos parpadeantes.

    Volví a mi bebida y traté de recuperar el apetito.

    -¿Era eso un E.T conduciendo?.

    -Solía ser mi amigo.

    -¿Es un recolector?.

    -Ajá, volví a mis patatas fritas y traté de dejar muerto el asunto.

    -¿Sabes cómo ha hecho su fortuna?.

    -El asunto de la clorofila en Arabia Saudí.

    - ¡Qué generoso!, dijo, Muy generoso. Tengo un cliente que tiene algunas patentes secundarias de esa. ¿Qué es lo que colecciona?

    - Bueno, bastante de todo, dije, resignándome a discutir el tema después de todo. Pero, últimamente, lo mismo que tú, indios y vaqueros.

    Se rió y se palmeó la rodilla.

    -Bueno. ¿Qué sabes?, ¿qué podría él querer con tales cosas?.

    -¿Qué quieren Ellos con cualquier cosa?. Él empezó un día cuando atravesábamos Musoka, dije, cuidadosamente, mirando su cara. Encontró un vagón de antiguas cosas cowboy en una venta de trastos de las Damas Auxiliares del Departamento de Bomberos Voluntarios de Musoka Este. Esperé a que gritara o se quedara pasmado. No lo hizo.

    -¿Sí?. Un buen hallazgo, supongo. Desearía haberlo hecho yo.

    No sabía qué decir a eso, así que dí un bocado al sandwich.

    Scott continuó.

    - Pienso mucho sobre lo que Ellos sacan de eso. No hay nada que tengamos que no puedan hacer Ellos mismos. Me refiero a que, si recogen y se marchan hoy, estaríamos durante cientos de años tratando de dar sentido a todo lo que nos han dado. ¿Sabes?, he cerrado un trato hace poco para un ordenador bioquímico que es, no bromeo, 10,000 veces más rápido que lo que hemos obtenido con el de silicio. ¿Sabes lo que el E.T se llevó a cambio?: el título de una parcela para exposiciones y ferias fuera de Calgary que cerraron hace diez años porque el camino central era demasiado peligroso para circular. ¿No lo supera eso todo? Esta patente vale billones de dólares al salir por la puerta. Quiero decir, en las siguientes veinticuatro horas de haber cerrado el trato, el vendedor puede convertirlo en el PIB de Bolivia. ¡Por un terreno estatal por el que no podrías sacar ni cinco de los grandes!

    Siempre me impresionaba cuando Billy/Scott hablaba de su trabajo. Se olvidaba uno fácilmente de que era un todo-poderoso abogado cuando estabámos comiendo o haciendo el tonto como viejos cazadores de trastos. Me pregunté que quizá él no fuera Billy the Kid; no encontraba ninguna razón para que fingiera sobre algo tan cercano al pecho.

    -¿Qué demonios hace un E.T con una parcela para ferias?.
    * * * * *
    Última edición por Artifacs; 20-Nov-2017 a las 12:22
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    Post Respuesta: Cory Doctorow Craphound: Cazador de Trastos

    Craphound: Cazador de Trastos (4/4)
    por Cory Doctorow
    Bajo licencia de Creative Commons, Thank you, Mr. Doctorow.
    (Craphound)
    Traducción Casera: Sirius
    (Homemade Translation)
    ************************************
    Craphound tomó una Coke free de Lisa en el registro de entrada cuando hizo su aparición. Pujó alto pero astutamente y nunca pujó con golpes de diez mil dólares. Los pujadores paseaban por la sala, previendo el almacén de esa semana y tomando notas para sí.

    Me paré ante una caja llena hasta arriba de latas viejas y encontré una con un vaquero californiano en la Estampida de Calgary que montaba un caballo salvaje. La cogí para inspeccionarla. Craphound estaba detrás mía.

    -Bonita pieza, ¿eh?, le dije.

    -Me gusta mucho, dijo Craphoundy sentí enrojecer mis mejillas.

    -Vas a tener competencia esta noche, creo, dije y le indiqué a Scott/Billy con la cabeza. Creo que es Billy, aquél cuya madre nos vendió... te vendió el vagón cowboy.

    -¿De verdad?, dijo Craphound y sentí que eramos socios de nuevo, observando a la competencia con la mira telescópica. De pronto, sentí una cuchillada de vergüenza, como si traicionase de algún modo a Scott/Billy. Dí un paso atrás.

    -Jerry, siento mucho que discutiéramos.

    Solté un aliento que ignoraba que estaba conteniendo.

    -Yo también.

    - Van a comenzar la subasta. ¿Puedo sentarme contigo?.

    Y así, los tres nos sentamos juntos y Craphound estrechó la mano de Scott/Billy y el subastador comenzó su arenga.

    Fue una noche de ocurrencias inusuales. Pujé por una pieza, algo que me dije a mí mismo que nunca harìa. Era un conjunto de cuatro vasos de la pequeña huérfana Annie Ovaltine, como la abuela lo había sido y verlos en las manos del subastador me había transportado de vuelta a su cocina y tardes interminables pasaron con mis libros para colorear y raras velas duras de vieja dama y álbumes de Liberace sonando en el salón.

    -Diez, dije abriendo la puja.

    - Tengo diez, diez, diez, tengo diez, quién dice veinte, quién dice veinte, viente por los cuatro.

    Craphound saludó con su tarjeta de puja y yo salté como si me hubieran apuñalado.

    -Tengo veinte del cowboy espacial, tengo veinte, señor, ¿dice usted treinta?.

    Moví mi tarjeta.

    -Eso es treinta para usted, señor.

    -Cuarenta, dijo Craphound.

    -Cincuenta, dije incluso antes de que el subastador pudiera apuntarme de nuevo. Un viejo pro, se recogió y nos dejó hacer el trabajo.

    -Cien, dijo Craphound.

    -Uno cincuenta, dije yo.

    La sala estaba en perfecto silencio. Pensé en mis MasterCard sobrepasadas y me pregunté si Scott/Billy podría hacerme un préstamo.

    -Dos cientos, dijo Craphound.

    Vale, pensé. Paga doscientos por estos. Puedo tener un conjunto en la calle Quuen por treinta pavos.

    El subastador se volvió hacia mí.

    - La puja queda en dos. ¿Dice usted dos diez, señor?.

    Negué con la cabeza. El subastador hizo una larga pausa, dejándome sudar la decisión de retirarme.

    - Tengo dos. ¿Tengo alguna otra puja en la sala?. ¿Alguna otra puja?. Vendido, $200, al número 57.

    Un asistente le trajo los vasos a Craphound. Él los cogió y los colocó bajo su asiento.
    * * * * *
    Yo echaba humo cuando salimos. Craphound iba junto a mi codo. Yo querìa darle un puñetazo. Nunca le he dado un puñetazo a nadie en mi vida pero querìa darle un puñetazo.

    Entramos al frío aire nocturno y aspiré llenando los pulmones varias veces antes de encender un cigarro.

    -Jerry, dijo Craphound.

    Me paré pero no le miré. En vez de eso observaba a los taxis entrar y salir del garaje de la puerta de al lado.

    -Jerry, amigo mío, dijo Craphound.

    -¡QUÉ!, dije lo suficientemente alto como para sobresaltarme a mí mismo. Scott, a mi lado, reaccionó también.

    -Nos vamos. Quiero decirte adios y darte algunas cosas que no me llevaré conmigo.

    -¿Qué?, dije de nuevo, Scott también, sólo un instante después de mí.

    -Mi gente, nos vamos. Se ha decidido. Tenemos lo que habíamos venido a buscar.

    Sin más palabras, fue hacia a su furgoneta. Le seguimos detrás, en completo shock.

    El exo-esqueleto de Craphound ejecutó otra macro y deslizó a un lado la puerta-panel, revelando el vagón cowboy.

    -Quería darte esto. Me quedaré los vasos.

    -No lo entiendo, dije.

    -¿Os váis todos?, preguntó Scott con una nota de urgencia.

    -Se ha decidido. Salimos todos dentro de veinticuatro horas.

    -Pero, ¿porqué?, dijo Scott, sonando casi petulante.

    -No es algo que pueda explicarse fácilmente. Como debéis de saber, las cosas que os dimos eran banalidades para nosotros, casi sin valor. Las cambiamos por algo que era casi sin valor para vosotros, un cambio justo. Todos aceptásteis el trato pero es hora de continuar en otro sitio.

    Craphound me ofreció el vagón cowboy. Sujetándolo, olí el lubricante de su exo-esqueleto y el olor se había momificado antes de recorrer el camino hacia sus manos. Sentí como si casi comprendiera.

    -Esto es para mí, dije lentamente y Craphound asintió vigorosanente.

    -Esto es para mí y tú te quedas los vasos. Y yo miraré esto y sentiré...

    -Tú lo comprendes, dijo Craphound, pareciendo, de algún modo, liberado.

    Y lo hice. Entendí que un alienígena llevando un sombrero cowboy y revólveres y regalándolos era un poema y una historia, y un soltero sediento tratando de gastar la mitad del alquiler del mes en cuatro vasos para poder recordar la cocina de su abuela era una historia y un poema y que la parcela de feria olvidada a las afueras de Calgary era una historia y un poema también.

    - ¡Vosotros sois Cazadores de Trastos!, dije, ¡TODOS vosotros!.

    Craphound sonrió para que pudiera ver sus encías, dejó el vagón cowboy y aplaudió mis manos.
    * * * * *
    Scott se recobraba de su shock pasando la noche en su oficina, tecleando números, hablando por teléfono y, generalmente, consiguiendo, mientras lo que consiguiera fuera bueno. Tenía un filón, nadie más sabía que ellos se marchaban.

    Él se hizo pro una semana después. Abrió una boutique chi-chi en la calle Street y me contrató como recolector jefe y factum factotum.

    Scott no era Billy the Kid. Sólo otro tímido con pantalones cowboy de la calle Bay. Del modo en que vienen a la tienda y gastan, debe de haber un millón de ellos.

    Nuestra muestra de la ventana es un bello maniquí que encontré, directo de los años cincuenta, de un chiquillo que llamamos El Castor. Se viste con chapas y una placa de Sheriff y revólveres de seis balas y un Stetson en miniatura y botas cowboy con una preciosa miniatura de un vagón de vapor cuyo cuero está trabajado con motivos cowboy.

    -No se vende a ningún precio.
    Última edición por Artifacs; 20-Nov-2017 a las 12:30
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