BRADBURY
Mena

“Esa noche había en el aire un olor a tiempo. […] ¿Qué olor tenía el tiempo? El olor del polvo, los relojes, la gente. ¿Y qué sonido tenía el tiempo? Un sonido de agua en una cueva y unas voces que lloraban y una voz muy triste, y unas gotas sucias que caen sobre tapas de cajas vacías, y un sonido de lluvia. Y aún más, ¿a qué se parecía el tiempo? El tiempo se parecía a la nieve que cae calladamente en una habitación negra, a una película muda en un viejo cine, a cien millones de rostros que descienden como globos de Año Nuevo, bajando y bajando hacia la nada. Así era cómo olía el tiempo, cómo sonaba y qué parecía. Y esta noche […], esta noche casi se podía tocar el tiempo”.

El párrafo que abre este comentario está tomado del cuento “Encuentro nocturno”, contenido en el libro “CRÓNICAS MARCIANAS” de Ray Bradbury. En junio de 2012, Bradbury falleció a los 92 años de edad. Tomó un cohete y partió a Marte. Su presencia se extinguió, pero sus historias han quedado marcadas para siempre en el corazón de los lectores. Y digo “lectores” así, a secas, sin apellidos, porque aunque que se le llamó Escritor de Ciencia Ficción, sus historias trascendieron el encasillamiento fácil y se transformaron en literatura hecha y derecha. Verdadera poesía y encantamiento que dio origen a textos tan hermosos como el supracitado. La sutileza y la simpleza eran su punta de lanza. Bradbury buscaba asombrarnos, pero no haciendo aspaviento de conocimientos profundos o de retórica difícil. Él buscaba encantar a su público, a nosotros. “Encantar” en su sentido primario: como los encantamientos de un mago que arroban a su público.
Cuando le preguntaron una vez si se consideraba un escritor de ciencia ficción, Bradbury respondió: “No. Soy un mago”. Y agregó: “La ciencia ficción es el arte de lo posible, no el arte de lo imposible”.
Sus historias, más que hablarnos de los ingenios humanos, de la tecnología apabullante, o de batallas interplanetarias, nos hablaban (¡nos hablan!) del hombre, de sus sentimientos, de su emoción, de su vida. Cuando otros autores volaban lejos a los confines de la galaxia para encontrar respuestas, Bradbury encendía los motores de su cohete para viajar al interior de las personas. Comprendía que la gran conquista pendiente no estaba afuera, sino dentro.
Si tomamos “CRÓNICAS MARCIANAS”, por ejemplo, no nos topamos con ejércitos descendiendo sobre el planeta rojo, enfrentándose al más puro estilo Heinlein con insectiles monstruos marcianos; tampoco desciframos alguna conspiración en el que la deducción a lo Asimov nos regala una vuelta de tuerca impredecible. No. En “CRÓNICAS MARCIANAS” nos hallamos ante seres humanos comunes y corrientes aprendiendo a crecer, ante marcianos —quizá, los extraterrestres más bellos y sensibles que ha creado la literatura— encarando su irreversible desaparición. Nos encontramos, en resumidas cuentas, ante nosotros mismos. Nosotros y nuestros actos. Nosotros y las consecuencias de nuestros actos. Nosotros y nuestros miedos más arcanos hacia lo que viene. Al destete definitivo. Al crecer. Al hacernos personas.
Nuestra reacción ante las historias que se tejen en torno a esta hipotética colonización de Marte, es de identificación, de reconocimiento de nuestra propia humanidad y de las taras que arrastramos a nivel individual y a nivel colectivo. De frente a un marciano que lo ha perdido todo, nos damos cuenta de que se trata de nosotros mismos, perdidos en la vorágine de los días.
Dijo Borges, tras leer este libro: “¿Qué ha hecho este hombre para que la conquista de otros planetas me llene de terror y de soledad?”.
La tristeza y la reflexión, tardía a veces, parecen ser nuestro legado más permanente. Por ello, Bradbury concluye sus Crónicas con este hermoso pasaje:
“Llegaron al canal. Era largo y recto y fresco, y reflejaba la noche.
—Siempre quise ver un marciano —dijo Michael—. ¿Dónde están, papá? Me lo prometiste.
—Ahí están —dijo papá, sentando a Michael en el hombro y señalando las aguas del canal.
Los marcianos estaban allí. Timothy se estremeció.
Los marcianos estaban allí, en el canal, reflejados en el agua: Timothy y Michael y Robert y papá y mamá.
Los marcianos les devolvieron una larga, larga mirada silenciosa desde el agua ondulada…”

En “FAHRENHEIT 451” también encontramos a un protagonista que ve, con melancolía y pesadumbre, como todo lo cierto se extingue, simbolizado en este caso por la quema constante de los libros. Cierto que él mismo ha vivido como parte del proceso —irónicamente, él es un bombero, cuyo trabajo en la novela es hacer arder los libros—, pero al darse cuenta de lo que realmente están consumiendo las llamas —el conocimiento, el pasado, la identidad—, rompe con ese status quo y se une a los que, en medio de las cenizas, quieren conservar esa poca humanidad que nos queda. Porque un libro quemado —práctica común de la dictaduras, por ejemplo— no sólo significa la pérdida de páginas impresas. Es la pérdida de la ideas, de las pasiones. En último caso, es la pérdida de la Historia (así, con mayúsculas), de los recuerdos, de aquello que nos ata y nos define. Lo que nos hace humanos y que Bradbury —como amoroso abuelo que nos mesa los cabellos para consolarnos— nos enseña con el fin de advertirnos, para dar cuenta de lo que día a día perdemos al mirar siempre hacia fuera, hacia el espacio exterior de nuestras vidas, y no concentrarnos en nosotros mismos, en la gran espiral de nuestra galaxia que gira dentro de nuestros corazones.
Porque el gran secreto que fascina a los que leemos ciencia ficción, en particular, y literatura, en general, es que las grandes historias siempre tienen que ver con nosotros, con nuestros sentimientos, con el anhelo de no perder lo que tenemos, con la nostalgia por lo ido e irrecuperable, con la débil esperanza de que aún podemos atrapar algo de lo que se aleja para aferrarlo dentro del puño y acercarlo a nuestro corazón. Para que entibie nuestro palpitar, para que alivie la triste pena de saber que nunca se recuperan las cosas perdidas.

Tal vez el libro que mejor resuma ese espíritu que celebramos en Bradbury es “EL HOMBRE ILUSTRADO”. Un relato que nos habla de la vida misma, del hombre mismo. Así de sencillo… y así de complejo… Ciencia Ficción que es entretención y buena literatura a la vez. Permítanme, entonces, extenderme en el comentario de esta auténtica joya literaria.
Este libro, de no más de 300 páginas, no es tan conocido entre el público lego como los otros dos ya comentados, pero a lo largo de sus 18 cuentos —más un prólogo insoslayable y un epílogo contundente—, Bradbury nos deleita y, principalmente, incomoda al mostrarnos un mundo, una humanidad —en sentido individual y colectivo—, encaminado a su destrucción. Cuentos perturbadores que sacan a relucir lo peor de nosotros, aquello que, innegablemente, nos define. ¿Por qué decimos eso? Porque Bradbury nos recuerda que la humanidad buena, compasiva, empática, es sólo una aspiración que tenemos.
Tal vez ahí radique la falla del Humanismo: Nos define por lo que nos gustaría ser, y NO por lo que, en realidad, somos. Tratamos de avanzar sustentados en un espejismo que hemos creado, bien por error, bien por autocomplacencia.
¿Hay salvación para el hombre en Bradbury? ¿Existe algún alma que nos redima a todos nosotros?
Destejamos juntos esta madeja:
Bradbury titula al libro con el nombre de uno de sus cuentos, “El Hombre Ilustrado”. Y acierta en ello porque este relato inaugural determina a los restantes.
Estamos ante un hombre que huye constantemente, que quiere escapar de los tatuajes que ilustran su cuerpo. Lo malo es que estos dibujos cobran vida por la noche y, quizá lo han adivinado, conforman las siguientes historias que yacen en las páginas del libro. Tatuajes proféticos que anuncian castigo y muerte.
Lo ineludible del destino está en que uno puede huir de todo y todos… pero NO de sí mismo. ¿Podemos escapar de nuestro sino? Un arcaico tufillo griego ronda a la publicación.
Tomemos el caso de “El zorro y el bosque”. Veamos a este matrimonio del año 2155 (¡qué delicia cuando avanzamos vertiginosamente por los eones en la C. F.!). Escapando de su mundo podrido y asfixiante, viajan al México de 1938. Intentan mimetizarse, como el zorro acosado en un bosque. Agentes del futuro los buscan. El supremo estado totalitario no puede permitir tales traiciones. Es significativo cómo el esposo se refiere al mundo del futuro: es 'un enorme barco negro [que] se alejaba de la costa de la cordura y la civilización (…) llevándolas hacia la muerte, más allá de la orilla del mar y de la tierra, hacia la locura y el fuego radiactivo'.
Como Zeus —que no podía escapar a su destino (para desgracia, por ejemplo, de Héctor y de su patria, que tuvo la mala idea de llamarse Troya)—, este matrimonio viajero no puede huir a lo que les corresponde. Los agentes dan con ellos y…
¿No hay escapatoria?
Démonos una vuelta ahora por “Calidoscopio”, un cuento trágico y bello que Bradbury, en una breve reseña, considera con especial cariño y atención.
Nos hallamos en un cohete que, a dos líneas del título, estalla golpeado por un meteorito y lanza a toda su tripulación al vacío del espacio sideral.
La tripulación, enfundada en sus trajes espaciales, se disgrega camino de la muerte. Unos continuarán su viaje hacia el infinito. Otros chocarán con algún objeto artificial flotando por ahí. Y Hollis, el protagonista, habrá de caer a la Madre Tierra.
Unidos por sus comunicadores adosados a la escafandra, ya no se ven, pero se hablan… Y sus palabras nos develan al hombre atávico, que, a pesar de tocar las estrellas, sigue aferrado a sus instintos básicos, casi animales. La naturaleza humana, transformada en una simple voz, se devela en su absoluta crueldad y rencor: Hollis discute con sus compañeros; recuerda viejas rencillas; se burla; es altanero. Pero cuando empieza a desmembrarse (algún objeto rebana limpiamente una extremidad), a perder su condición de hombre, se nos revela el ser que se cuestiona, que se pregunta de qué ha servido todo.
A punto de entrar a la atmósfera terrestre y consumirse como aerolito, uno se pregunta ¿Habrá redención para el hombre?
Este asumir su destino de parte de Hollis tiene su analogía en otro cuento del libro: “La Última Noche del Mundo”. Aquí la mujer pregunta a su marido si nos merecemos la destrucción. Éste responde con un lacónico no se trata de merecerlo o no. Es así, simplemente.
De algún modo, Bradbury nos está diciendo este es el camino que hemos elegido, sólo eso. Hagámonos responsables por haber tomado la senda ancha y fácil.
Atestiguan esto los leit motiv de los otros cuentos.
En “La Pradera”, el abuso de la tecnología, la ciencia; la búsqueda de la comodidad ante todo y a pesar de todo; de relegar incluso a los hijos en la prosecución de los bienes materiales; el materialismo desenfadado (el “capitalismo caníbal” diría algún rojo deslucido… y con bastante de razón); termina por devorarnos… literalmente.
En “El Hombre”, cuento de profunda vocación cristiana, nos golpea el desdén a lo espiritual, sólo para encontrarnos, a la vuelta de la vida, con un vacío que ya ni la búsqueda histérica podrá llenar; un refugio, una quimera imposible de atrapar.
El capitán Hart, presa del escepticismo de nuestro tiempo (y del futuro también), niega la presencia de un Salvador en un planeta lejano. Cuando lo acepta, víctima de sus propias torpes acciones, se lanza a su zaga, para llegar siempre el día después de la marcha de este Mesías… tal vez porque nunca se ha ido realmente de su/nuestro lado.
¿Habrá salvación? ¿Se nos escurre ésta de las manos invariablemente? Bradbury no nos entrega fácilmente la respuesta… quizá porque tampoco es una pregunta fácil.
El autor refuerza la tesis en los siguientes cuentos.
“Una noche o una mañana cualquiera”, elegía a la autocomplacencia, a mirarnos el ombligo hasta el punto de extraviarnos, de no reconocernos, de abrir la compuerta de nuestro cohete sideral y saltar al vacío sempiterno del negro espacio.
Otro; “La larga lluvia”. Emparentado en sus motivaciones con “El hombre”. De nuevo esa búsqueda infructuosa. Un teniente y sus hombres tras una cúpula solar ubicua y esquiva, bajo la desquiciante e infinita lluvia blanca en Venus. Una salvación siempre a la vuelta de la esquina, huidiza. Ese ancestral deseo de regresar a la tibieza del líquido amniótico, protegidos del agresivo mundo exterior. ¿Será significativo el color de la lluvia? Blanco. Las lecturas, supralecturas y sublecturas nos revelan lo rico del texto… o lo febril de nuestra mente lectora.
Un tercero; “Los desterrados”. Quizá débil ante los otros cuentos, pero muy significativo por su relación directa con la gran novela “FAHRENHEIT 451”. E incluso ligado a “CRÓNICAS MARCIANAS” y su historia “Usher II”. Las ideas, la creación, la literatura, el arte, arrasados por la lógica, el miedo a soñar: la eterna hoguera en que la humanidad ha quemado lo que le es incómodo, ‘per saecula saeculorum’.
Y continúan los ejemplos. Desfilan por las páginas títulos tales como “Marionetas S.A.”, “La mezcladora de cemento”, “El visitante”, “La ciudad”. El egoísmo, la banalidad, la vanidad, la superficialidad. Y, tal vez nuestro mayor crimen: nuestros hijos relegados. “La hora cero”, “La pradera”, “El hombre del cohete”. Niños abandonados a su suerte que ignoraremos hasta que la realidad nos golpee en la cara… cuando ya sea muy tarde.

Loki desencadenará el Ragnarok mañana y siempre. Edipo volverá a matar a su padre y casarse con su madre. Caicaivilú azotará de nuevo las costas australes de América del Sur por despecho. Los Anassazi abandonarán la faz de la Tierra una vez más.
Hemos forjado un destino oscuro y quizá ya no podamos escapar de lo que está grabado a fuego en nuestra piel como un tatuaje ominoso.
¿Qué predica Bradbury? ¿Hay todavía una luz para nosotros? ¿Algún Lot sufriente?
Respondemos SÍ.
Ray Bradbury aún cree en el hombre y lo grafica en un trío de cuentos sencillos que rozan la belleza.
“El cohete” nos habla de una familia humilde, que vive al margen de una sociedad futurista de placeres y lujos. Encontramos ahí a un padre que daría la propia vida por sus hijos.
Sin poderles dar un poco de lo que los privilegiados gozan, gasta todo su capital en cumplir el sueño de sus pequeños: volar en cohete por el Sistema Solar. Y lo logra: lleva a sus niños por las estrellas y los planetas, sin moverse del traspatio de su precaria vivienda.
“La carretera”, otro cuento de gente sencilla. Trabajadores de la tierra que viven al margen de las grandes ciudades. Que no entienden a esas personas en sus vehículos lujosos, presumiendo de ricos y tratando de medir el mundo en términos monetarios. Que se preguntan, finalmente, qué es ese mundo del cual los privilegiados intentan escapar al aproximarse su destrucción.
“El otro pie”. Cuando la segregación (en este caso racial) se da la vuelta y golpea a los discriminadores, ¿qué ejemplo darán los postergados a sus hijos? ¿Ojo por ojo? ¿Le tenderemos la mano a nuestro enemigo cuando esté caído?
“Me parece que hoy he visto por primera vez al hombre blanco. Lo he visto de veras, claramente”, concluye el protagonista de esta historia al tiempo que tiende su mano de otrora esclavo para ayudar al otrora amo.
Toda vida es valiosa. Toda vida tiene su sentido después de todo.
Cuando Hollis (del cuento “Calidoscopio”) cuestiona su existencia, próximo a consumirse en su entrada en caída libre a la atmósfera terrestre, Bradbury responde con una hermosa conclusión:
“El niño del sendero miró hacia arriba y lanzó un grito:
—¡Mira, mamá, mira! ¡Una estrella fugaz!
La brillante estrella blanca recorrió el cielo polvoriento de Illinois.
—Desea algo —le dijo su madre— Desea algo.”
Nuestro mundo se consume. Muchos merecemos la extinción, pero muchos otros merecen la redención. En los ojos de un niño no podemos ver nuestras desgracias de adulto; debemos, más bien, aprender… aprender y desear que, por lo menos, nuestra existencia efímera abone la tierra de un futuro mejor.
Aunque sea un poquito mejor.