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18-Nov-2019, 18:58
El cometa verde, de Amaury R. Ledesma

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Las pocas veces que ella vio a su madre Layla siempre le dijo que el clan lo era todo; que el planeta Santuario era el sublime templo de los nómadas del cosmos; que no había lugar más seguro; que las tradiciones de su gente eran innegables y no se podía escapar de ellas. Livier respetó aquellas enseñanzas, sin embargo, el peso de formar parte de los Nárada era lapidario, pero lo eran más sus ansias de saber la gran verdad, y una vez que tuvo la edad suficiente, dejó el Santuario y viajó, viajó errante por el magnánimo universo. Solo en una ocasión hizo caso a las palabras de su madre, fue la única, pues el cometa aguardaba, y qué hermoso era el cometa verde.
A través del universo; de planeta en planeta; de luna en luna; de sistema en sistema, ella iba maravillándose de todos los parajes siderales: mundos acuáticos y mundos en fuego, colisiones estelares, creación de nuevos mundos, criaturas de fauna y flora sorprendentes. No obstante, Livier, de cabello negro y tez apiñonada, se sentía sola (no de la forma convencional). En todos los lugares a los que ella iba, en todos los mundos que su memoria genética guardaba, y en los que sus antepasados directos habían caminado, en todos ellos jamás encontró a otros seres consientes. Aquello le aterraba. La inmensidad y bastedad del cosmos no le otorgaban la dicha de conocer a otras inteligencias, a otros prodigiosos seres.
Recordaba lo que aprendió en el planeta Santuario: a excepción de la distante Tierra, ningún Nárada jamás encontró indicios de otras civilizaciones en algún punto de su mapa mental del cosmos. Ellos registraban todo. Tenían una extensa memoria de su cultura, toda ella custodiada en el mundo en el que ella nació.
La ansiedad por sentir que el ser humano estaba solo en el basto cosmos hizo que Livier pasara años en busca del más minúsculo indicio de algunos otros seres consientes. Durante ese tiempo, no retornó al Santuario, nunca pretendió hacerlo. Una que otra vez visitó la distante Tierra, la cuna de su clan, y lugar donde alguien como ella era considerado —por los pocos dichosos testigos de los prodigios de su estirpe— como alguien divino o místico. Pero ella aborrecía la tierra y todo su bullicio tecnócrata.
¿El cosmos, en verdad, era carente de otras conciencias, a parte de los humanos? Quizá sí, quizá no, todo dependía del tiempo; el caprichoso tiempo que arrasa.
Livier ya era toda una madura mujer cuando hizo su viaje decisivo. La luz carmín surgió e inundó su pecho, y una línea del mismo color se proyectó hacia otro azaroso mundo, uno nuevo, en el que ninguno de sus ancestros hubiese estado antes. Con el mapa mental de todo el cosmos, no había lugar al que un Nárada no pudiese ir.
Cuando ella llegó —en menos de un instante— a ese nuevo planeta, entonces sus dudas y su soledad cesaron. Ante ella, en ese mundo muerto, sombrío y terregoso, zozobraban las ruinas resquebrajadas de una antiquísima civilización, ahora ya fulminada por los embates de Eon. Para ella, aquello significaba la respuesta a su duda; el ser humano no había sido la primera especie consciente en el universo. Sin embargo, la cultura que había erigido esas magnas edificaciones, roídas por quién sabe cuántos millones de años, ya había sucumbido a la inclemencia de las eras.
Livier, con su prodigio, se transportó a diversos lugares de ese mundo desértico, en el cual ya no sobrevivía ninguna forma de vida; ella encontró algunos otros conjuntos de ruinas semienterradas, semidestruidas, semidevoradas por el hambre voraz del inclemente olvido. ¿Qué provocó que los seres que habitaron alguna vez ese mundo fracasaran en su intento de permanencia? ¿Ellos llegaron a saber que quizá no estuviesen solos en el inconmensurable cosmos? O, ¿Sintieron ellos la angustia y soledad de las que Livier fue presa durante su vida? Todo eso y mucho más se preguntaba la mujer.
Ella y solo ella era el primer ser humano que sabía y había visto que el hombre no fue la primera mente consiente en el todo, pero viendo el desenlace de la civilización que había pisado el mismo suelo que ahora ella pisaba, esta vez se preguntó si acaso era el ser humano la última especie pensante que quedaba; podía ser quizá, ¿qué pasaría si ese fuera el caso? ¿Qué tal si ese era el tiempo del ser humano, así como hubo otros tiempos para otros seres?, y eso retornó su angustia, una angustia superior a la anterior, porque —si ese era el caso— significaba entonces que el hombre cargaba, sin saberlo, la tremenda responsabilidad de la trascendencia de la mente. Livier, siendo la única, no solo de su clan, sino de toda su especie, en saber aquello, soportaba en sus hombros toda la carga y la angustia. Y tomó la decisión. Ella se llevaría el secreto a la tumba; el secreto del planeta y sus despojos, el secreto de la gran verdad, porque era el premio a su cruzada a través del infinito, porque era ella y solo ella la sabedora de la verdad, y eso…eso se sentía muy bien.
No se deslindó nunca más de ese planeta cuyo nombre se perdió junto con su cultura. Vivía y dormía entre esas ruinas que se negaban a desaparecer. Solo se despegaba de esos parajes polvorientos y estériles para abastecerse de provisiones en algún otro mundo. Ella amó con todo su ser ese planeta, con todo y su cultura material moribunda. Se obsesionó tanto con él que el recelo ocupó una parte importante de su mente. Se sintió entonces la guardiana de todo ese mundo que había permanecido ignoto hasta entonces, y ella sabía que debía permanecer así.
Una noche, vio por primera vez al cometa verde; surcando el manto de estrellas que el cielo le regalaba. Le conmovió la sublime belleza que ese lucero paseaba por la bóveda celeste. También ese cometa era suyo, y podía privilegiarse con toda su magnificencia.
Livier esperaba que las tradiciones de su clan no la persiguieran hasta el que llamaba ahora su hogar; rogaba por eso, se lo rogaba a su diosa: La Cartógrafa, madre del espacio y de su clan. Pero esas súplicas fueron vacuas, pues mientras Livier contemplaba la insondable reminiscencia de las ruinas que la rodeaban, él llegó.
Justo frente a ella apreció otro destello carmín proveniente del corazón. Su nombre era Abu, otro nómada del cosmos, y Livier sabía muy bien qué significaba que aquel hombre alto y de piel negra apareciera: la tradición de su gente era inevitable, la madre del espacio de una u otra forma siempre te lleva hasta la persona con la que has sido destinada desde tu alumbramiento para procrear, con ello, al siguiente Nárada. Aunque hacía mucho tiempo ya que dos nómadas del cosmos habían procreado, no era imposible tal hecho.
Ni ella ni él pudieron detenerse, el laso que los unía iba más allá de toda voluntad, casi como un trance, hicieron el amor en presencia de los remanentes pétreos. Después de ello, Abu entabló conversación con la mujer. Él estaba fascinado por el planeta al que la diosa madre del espacio lo había transportado, no podía creer todo aquello que sus ojos contemplaban, después de todo, un Nárada, un nómada del cosmos, testigo de centenares de otros mundos, maravillas del espacio y las estrellas, podía fascinarse a tal grado con tan abrumadora epifanía: el ser humano no era el único en el universo.
Livier se preocupó. En primer lugar: por el hecho de haber realizado el acto sexual que dictaba la tradición de su gente —cosa que, creía, no le iba a corresponder a ella—, y en segundo lugar y con más importancia aun: por escuchar de Abu el ansioso deseo de mostrar a otros del clan los portentos que aquel planeta custodiaba. Con ello, esa roca sideral ya no sería el nicho de Livier, ya no sería el secreto de la mujer, el secreto más grande en la historia de la especie humana, el cual había sido sellado por ella misma, pues sería revelado. Para ella, tal cosa le quitaba toda la importancia trascendental que tal arcano poseía.
De por sí, el mismo Abu ya portaba en su memoria genética el marcador distintivo de aquel planeta para heredarlo a todos sus descendientes, ahora estaba también en riesgo que cualquier Nárada supiera de las ruinas, de la gran revelación.
El cometa verde que la mujer había visto pasar durante tres ciclos surcó los cielos esa noche, casi como una señal. Se veía hermoso, más grande que antes. Abu también se apropió de aquella postal celeste; el cometa verde ya no era solo de Livier, quien quería permanecer ahí alejada de toda la humanidad junto con la revelación. El cometa era también del hombre; uno significa humano, dos, en cambio, ya es humanidad.
Eso no podía ser posible para ella, oh no, solo suyo era el secreto, suyas eran esas ruinas, suyo también era ese planeta estéril, toda suya era la gran verdad. La decisión que Livier tomó esa noche no detuvo su destino, en cambio, lo selló.
Tiempo después del ajetreo, recorrió las ruinas con un futuro ser en su vientre. Pensando, siempre ella pensando durante la gestación de su vástago.
El cometa verde, su verde cometa cada vez era más protagonista de los cielos; lucero frecuente que rompía el océano de estrellas. Para cuando la barriga de la mujer ya no pudo crecer más, ella comprendió, viendo a aquel destello celestial, cuál sería el destino de su amado secreto. Se arrodilló y lloró; sus lágrimas cayeron al polvo que, durante millones de años, no había sido besado otra vez por el agua.
Solo en una ocasión hizo caso a las enseñanzas de su madre: dio a luz a su hijo en el planeta Santuario, sin embargo, no le importó siquiera conocer su cara, pues Livier, inmediatamente después de parir al inocente niño, y el laso que la unía a él fuera cortado, regresó a su planeta amado de las ruinas. Y esperó y esperó.
Cuando por fin su espera culminó, vio al cometa verde como nunca antes: lo vio como el heraldo de la destrucción que en verdad era, lo que en verdad siempre fue. Livier amaba ese planeta más que ninguna otra cosa en todo el cosmos, amaba lo que significaba para la humanidad que, no obstante, y por decisión de ella, permanecería ignorante de la verdad que ese mundo contenía, pero eso era lo bello para ella; tenía la dicha, la gracia de haber sido la única hasta ese punto en poseer tal revelación; la respuesta absoluta a la gran pregunta que le dio un sentido a su existencia.
El cometa verde hizo lo suyo: con la furia hecatómbica de toda la creación borró del mapa cósmico aquel planeta, y todo atisbo de la cultura ancestral que lo habitó. Borró también la existencia de Livier y al cadáver incorrupto del pobre Abu que, por la voluntad y las propias manos de la mujer, no duró ni un solo día en un mundo que ahora solo es polvo danzando alrededor de su estrella.