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rodriska
28-Feb-2014, 18:19
La ciudad y las llamas.

Recuerdos, recuerdos y recuerdos.
¿Dónde han ido mis memorias? Poco recuerdo de mi mismo y del mundo, salvo el caos. Sí, el caos de estar atado por invisibles cuerdas, poderosas e indestructibles, mirando atónito y llorando de impotencia, frente al deterioro de mi propio mundo.
Ahora todo es negro y gris, vacío y seco. Personas asustadas, clamando a las estrellas una oportunidad que nunca tendrán, deambulando por las calles tan perdidas como la ciudad misma. Calles vacías, autos que no circulan, aviones y naves que ya no hieren el cielo. Pero eso es aquí, a las afueras de todo, lejos de donde moran las riquezas.
Y una risa desdentada, perdida y de pobreza me trae de vuelta a la realidad. Era una anciana, que pasó caminando al lado nuestro en dirección contraria.
El griterío permanente de las calles ya casi suena imperceptible a mis oídos saturados, y mis ojos casi se acostumbran a ver a los desamparados rodeando fogatas alimentadas de despojos, de muebles y combustible robado. La danza de las llamas es lo único que ilumina la “ciudad apagada”, el bajo mundo en donde ahora vivo.
—Papá, ¿por qué salimos? Quiero volver a casa —dijo el niño que caminaba a su lado. Mi hijo, el pequeño retoño de Marta y yo, el fruto de la satisfacción de una necesidad nunca admitido como tal. Joshua, así se llama el niño, estaba ya acostumbrado al mundo hiperpoblado en el que vivía, y no se sentía para nada extraño en medio del caos. Era una pieza, un elemento en el sistema subyacente que siempre sustenta al desastre más incoherente. Un cliente. Pero el niño, a veces sobreprotegido por un padre resignado a huir, a permanecer escondido en medio del abismo, como creyendo que el esconderse puede evitar la caída; ese niño no podía asimilar del todo la vacuidad en la que vivía. Y por eso se asustaba. Sus cinco años, suficiente juventud para hacer de él un niño nacido en el “nuevo mundo” (así llamaban, en las publicidades, a la época de gloria de la humanidad en la que se encontraban), deberían ser más que suficientes para enfrentarse solo al caos. Pero no lo eran.
—¡Papá!
—Josh, vamos a ver a mami. Tranquilo, no va a pasar nada. Esta gente no nos va a molestar.
—No quiero ver a mami. Yo quiero estar en casa. Acá hace frío y es oscuro.
—Si te portás bien te prometo que te voy a llevar en una nave espacial, como esas que muestran por la televisión.
—Siempre decís lo mismo pero nunca me llevaste a una nave espacial. Y mami… mami está enferma y mala. Y la abuela siempre se queja de todo y “ole” mal.
—Pero la abuela y mami te van a cuidar. Yo no puedo siempre. Tengo que ir a trabajar por un tiempo.
Joshua me toma la mano con delicadeza y con sus torpes pasos intenta seguirme el ritmo. Pero yo no quiero quedarme mucho tiempo en la calle. Las miradas de esa gente me asustan. No son las de las personas de la televisión; no, ellas siempre sonríen, con blancos y pulcros dientes, y hablan con palabras seguras denotando una confianza y una salud perfecta. Visten sus ropas limpias y nuevas, y sus trajes a la moda, y cuentan las miles de veces que las naves espaciales salen a colonizar algún planeta nuevo. Siempre hay columnas interminables de personas con sus equipajes en las manos subiendo lentamente, como fluye un suave río de llanura, hacia el interior de aquella máquina colosal. Pero aquí las personas siempre están sucias, siempre están necesitando algo y siempre intentan satisfacer sus adicciones inconscientes y sociales robando un televisor o ahorrando lentamente, sacando monedas a lo poco por día que tienen para comer, para después gastarlo todo en alguna computadora conectada a la Red Cuántica de Información.
Y aquí nunca vienen a buscar pasajeros para sus naves. Excluidos somos, peces ahogados en un tormentoso mar… clientes bien vivos y recordados sólo para hacer comprar.
Desde que el agua empezó a escasear fueron necesarios miles de muertes para que comenzaran a descontaminar el agua perdida o a desalinizar toneladas de agua de mar. Luego escaseó la comida, y el hambre azotó los cuerpos y los convirtió en casi traslúcidos fantasmas de sólidos huesos. Los viajes al espacio comenzaron y el dinero fluía a montones, pero era más la comida que se llevaba a las colonias que la que se traía para paliar la hambruna. Las tecnologías avanzaron y solucionaron algunos problemas, pero la población seguía aumentando y el delito y el hambre aumentaba con ella. Y ahora, el caos sigue. Las mafias florecen en un nuevo mundo ya perdido, mientras las multitudes combaten entre ellas en sangrientas batallas de calles. Pero al otro lado del muro invisible florece la metrópolis. Está lejos, muy lejos para las frágiles manos de alguien como yo.
Ya no recuerdo la rugosidad de las hojas de un libro. Sólo el duro tacto del metal oxidado y del frío. Ya no recuerdo el color de las ciudades magníficas. Sólo el negro y el gris, y la ondulante sombra anaranjada de los que rodean al fuego.
—Mirá, Josh, ahí está la casa de mami.
—Ya sé papi. Pero no quiero ir.
—Vas a tener que hacerlo, hijito. No te puedo tener en mi casa, es peligroso, más peligroso que acá.
—Pero si nunca nos pasó nada —pareció hablar con una voz triste, quizá hasta reprochadora, pero era mejor no decirle nada. Es mucho riesgo para él quedarse en mi casa, con su madre estará mejor. Y si consigo ese trabajo no lo veré por un tiempo.
—Ya te dije, voy a tener que trabajar.
—Si acá no hay nada. Nunca hay nada.
¿Cómo no maravillarme con la clarividencia de mi niño? Es capaz de reconocer a la nada mirándola cara a cara, algo que pocos eran capaces de hacer con tal sinceridad y acierto. No había nada, sólo ruinas, personas sin hogar, conectados, caos. Había sido su barrio toda la vida y le reprochaba la ausencia que demostraba. Se sentía tan vacío… tan vacío al ver el desastre al que se había llegado.
Conectados… La madre de Joshua es una de ellas. Sí, descastada, relegada o excluida como todos los de su clase. Porque ser fruto de un programa cancelado por falta de resultados y falta de presupuesto significa siempre el aislamiento y la pobreza. ¡Qué bella que era cuando la conocí! Algo seca, se puede decir, debido a que desde esa época ya estaba conectada. Tener una computadora y una imperceptible antena en la cabeza no la hacía ajena al género humano, pero el saberse parte de un experimento y el reconocerse como una conectada, una carcasa de algunos recuerdos pero puras premisas lógicas y fríos cálculos, le hacía parecer antipática y perdida.
El proyecto fracasó porque los conectados no parecían humanos, pero las consecuencias negativas en los sujetos del experimento nunca se pudieron solucionar. Marta tuvo que aprender a vivir con eso. ¿Y ahora cómo está? Vacía como siempre, incapaz de reconocer a su hijo como más que fruto de combinaciones genéticas ocasionales cuya causa no era más que un acto sexual rápido y sin protección. Un polvo, nada más que eso, y todo se fue a la mierda.
Tocó la puerta con calma pero firmemente, dispuesto a esperar lo que fuere por ser atendido. A lo lejos, cerca de las casas vecinas, entre la negra oscuridad, se distinguían miradas desconfiadas y curiosas, siempre al acecho por si algo se podía sacar. La puerta chirrió y se abrió con cautela, mientras asomaba por la abertura una anciana sosteniendo una escopeta con manos temblorosas. Seguro se le va a escapar un tiro en cualquier momento. Apartó a Joshua de la mirada asesina del arma y le pidió no tuviera miedo, que soy Jacob, que vengo a ver a Marta, que necesito ayuda porque me salió un trabajo.
—¡Jacob! Y mi querido niñito. Hace mucho que no venís por acá —la anciana bajó el arma y los invitó a pasar haciéndose a un lado. A mis ojos llega la imagen de una oscura sala, apenas iluminada por un foco de muy bajo consumo, las cortinas cubriendo cada ventana y la mesa vacía, vacía con sólo una vela apagada y medio derretida.
—¿Cómo estás, Albertina? ¿Y Marta? —la anciana abuela de Joshua y madre de Marta parece siempre estar sufriendo, quizá acosada por la soledad inconmensurable de la imposibilidad de salir de su casa. Sí, eso sí, siempre se pone contenta cuando voy a verla. Y eso que nunca lo hago.
Me siento en la silla que tengo más cerca, y Josh se sienta en otra cruzándose de brazos y sin decir nada. La casa tiene un aspecto lúgubre, como si la anciana y la mujer enferma que en ella vivían fueran tan sólo espectros en un hogar y un mundo sin vida. La anciana se acercó a la cocina y puso a hervir agua, sin siquiera preguntar qué deseaban los invitados.
—Estoy bien, como siempre, querido. Marta está igual, pero se nota tan contenta cuando ve la televisión. Vos lo vieras… con esos ojitos de niña siempre atentos a las publicidades. Hay veces que de vez en cuando me habla, me cuenta sobre teorías de física, viajes en el tiempo y qué se yo.
—Oh, claro.
—¿Dónde está mamita? Yo quiero verla.
—Está en el living, Joshua. Allá, mirá, donde está la tele. Pero no se la apagues.
—Andá, Josh —dijo Jacob, sin animarse él mismo a levantarse y ver a Marta. No podía mirarla y ver en lo que se había convertido, ver en cómo esos malditos nanobots se habían infiltrado en su cerebro y habían anulado la mayor parte de las funciones motrices. ¿Conectada? Y una mierda.
—¿De dónde conseguiste el té? —se asombró al ver que la anciana sacaba una pequeña caja verde, y de su interior tomaba dos saquitos oscuros para poner en las tazas. El agua humeante resaltaba con claridad en la oscurecida habitación y daba una atmósfera extraña y embriagante con el aroma casi desconocido y olvidado por su nariz.
—Hace años que no se ve té, ¿cierto? Lo tenía guardado de hace mucho. Por suerte que no se ha llenado de bichos.
Noto algo en su voz, quizá palabras temblorosas y frágiles. Asustadas por la pobreza alrededor, enfurecidas por la riqueza a lo lejos.
—A veces mandan esas hojas molidas que bien puede ser pasto.
—¿Y cómo te está yendo a vos? Está difícil la cosa, pero algunos dicen que hay una oportunidad con el servicio militar en las Fuerzas Internacionales —tomó las dos tazas con decididos brazos y le acercó una a Jacob. Sediento, pruebo el algo ardiente brebaje, y ese olor tan suave me devuelve fugazmente la vida arrebatada hace años.
—Consigo unos billetes limpiando los basurales, pero no consigo que el gobierno municipal me dé una tarjeta de crédito.
—Y no lo va a hacer. Tomate tu té rápido, hace mejor estando caliente.
—¿Y Martita? ¿No toma té? —ridiculez la que he dicho. Pero es que de tanto “inolor” de computadora y nanobots, seguro este olor resucita algo en ella.
—Sólo come por intravenosa, ya te había dicho… ¿Y te conté que ayer me habló? ¿No? Me dijo: “Un poco más, necesito…” y no entendí lo otro, entonces yo le pregunté qué necesitaba y me dijo: “tele, navegar”. ¿Navegar? Por el espacio será, pero ella nunca fue al espacio aunque seguro que le debe producir mucha “cureosedad”. Y por eso le pongo los programas del canal siete, que siempre pasa videos de naves espaciales y qué se yo.
—Creo que se refería a navegar en internet. Porque no puede porque desactivaron el chip conector.
Intento terminar rápido el té, así puede darme más fuerza, más ánimos para comunicarle mi decisión inalterable. Sí, una posibilidad de ir a la metrópolis, de conseguir algo de dinero y después venir a ayudarlos. Tal vez pueda conseguir una cura para Marta, o por lo menos un futuro para mi Joshua.
Ya ni recuerdo cuando tuve aquel trabajo, cuando vivía entre la mediocridad y el vacío del mundo pero con algo que dejarle a mi niño. Ahora nada tengo, sólo la vaguedad de una sonrisa de mi Marta y una pizca de la dignidad perdiéndose y siendo consumida por un mundo de mercado, de población y de caos. Cuando el conflicto estalló, sólo se salvaron los que habían cruzado negros horizontes moteados de estrellas hasta desembarcar en planetas extraños pero con futuros posibles. Y al cabo de algunos años, ni ellos se salvaron. Pero el Pacto Internacional pudo dar orden a la expansión y paz al planeta, aunque las multitudes sin hogares en una grisácea y seca tierra no pudieron más que asimilar la pobreza y subsistir a las orillas, bordeando el corazón de las ciudades, las verdaderas ciudades.
—Albertina… Conseguí un trabajo en la ciudad. No es mucho, pero parece que mi trabajo en los basurales los ha impresionado. Pero tengo que mudarme solo.
—¿Y Josh?
—No puedo llevármelo.
—O sea que se quedará aquí. No tengo mucho, no va a vivir bien.
—Vivirá mejor que como lo ha hecho conmigo.
—Jacob, ¿volverás? Le agarrarás el gusto a la paz. Acá sólo hay nada —pronunció las últimas palabras con tristeza, y las palabras, esos sonidos volátiles pero peligrosos, volvieron a temblar al salir de sus labios.
—Sí hay. Estás vos, está Marta, está Josh. No… yo voy a volver.
—¿Se lo dijiste?
—No.
—¿Se lo vas a decir?
—No.
—¿Y Marta?
—Tampoco.
—¿Por qué vas? ¿Realmente crees que vas a ganar dinero suficiente, que vas a poder comparte una casita y ganarte el derecho de vivir allá?
—Tengo que intentarlo. ¿Se lo podés decir a Josh cuando yo me vaya?
—Sí. Pero no sé si podré cuidarlo por mucho tiempo…
Jacob nada dijo; se levantó con calma y le dio un beso en la mejilla a Albertina. La vela seguía a medio derretir, apagada y sin vida, y el foco seguía iluminando con miedo la sala casi en penumbras. Desde detrás de las cortinas se veía el naranja de los fuegos, el susurro de llamaradas de calor y savia.
—Jacob… no estoy bien, estoy muriendo.
—Tendré una tarjeta de crédito, con eso podremos ir todos a la ciudad. En poco tiempo.
El aroma a té impregnaba el aire, pero la fría brisa de la puerta abierta apagó todo el calor y el dulzor.
La luz, la eterna iluminación de la ciudad, se veía allá, a lo lejos.


Autor: Rodrigo Baudagna

herreiere
01-Mar-2014, 01:28
Saludos:saludo:
Planteas una distopia interesante y me atrapaste durante un tiempo, yo le hubiera dado un final un poco mas trágico pero resulta interesante tu propuesta, en mi opinión es bueno :03:

incursora
01-Mar-2014, 13:37
Hola, no sé porqué no me ha impactado. Quizá esperaba algo más imprevisto o trágico como dice herreiere.

Han habido escenas que me han parecido estar descritas por un narrador omnisciente y no por el personaje en primera persona. Ese detalle también me ha confundido un poco al seguir la narración.

Gracias por tu relato.

¡Saludos! :gracias: